Más que un asunto de necesidad y hasta supervivencia ante el intento de los sectores derechistas globales de imponerse por la fuerza al resto del orbe, las relaciones tercermundistas con China y otras potencias emergentes se proyectan como el modelo de vínculos que debían regir a escala planetaria.
Y no porque Beijing no posea intereses geopolíticos. Los tienen todos los países y gobiernos independientemente de su tamaño, poderío o doctrina.
En el caso que nos ocupa, lo trascendente es que, convertida ya en la primera potencia comercial del mundo y a escasos dos años de destronar a los Estados Unidos del cetro económico global, China no arremete militarmente contra otros para crearse espacios internacionales, no impone modelos, no presiona a interlocutores, no pretende colocar su pies sobre la garganta de alguien, y no se estima imperio celestial predestinado a someter al resto de la humanidad.
El interés chino se limita, contrariamente, a otros programas de Estados poderosos, a avanzar en la ampliación de sus relaciones mundiales sobre la base del consentimiento mutuo, el respeto hacia los socios (no importa tamaño, credo o grado de desarrollo), y el intercambio fructífero para ambas partes.
Y si alguien ve un “secreto peligro” en semejante política, al menos no se corresponde con los positivos juicios que sobre sus vínculos con Beijing poseen infinidad de pueblos del orbe, sobre todo en aquellas áreas geográficas saqueadas históricamente por quienes azuzan fantasmas ajenos y obvian los propios.
Y la nueva América Latina y el Caribe de cara progresista que se bosqueja desde hace años, ya no cree en historietas apócrifas.
Mucho menos Cuba, el primer país del Sur del Hemisferio que estableció relaciones diplomáticas con la República Popular China, a la altura de 1960, cuando el gigante asiático ni siquiera poseía la membresía plena en la Organización de Naciones Unidas a cuenta de las presiones imperialistas, que privilegiaban como presunto representante del pueblo chino al gobierno pro estadounidense instalado en Taiwán.
Desde entonces, y salvo un período de enfriamiento mutuo por diferencias políticas entre la séptima y octava década de la pasada centuria, las relaciones cubano-chinas no admiten otros calificativos que los de positivas, crecientes y mutuamente ventajosas.
Y como muestra de ese desarrollo especial, cuentan las visitas a la mayor de las Antillas de los máximos dirigentes Jiang Zemín, en 2001; Hu Jintao, en 2004 y 2008; y la que en estos instantes realiza el presidente Xi Jinping, en medio de una sonada gira por varias naciones del área y su participación en la Sexta Cumbre del grupo BRICS, que junto a Brasil, anfitrión del foro, y China, incluye además a Rusia, Sudáfrica y la India.
En Cuba, ha dicho la prensa local, Xinping, que ya estuvo en La Habana cuando era la segunda figura del gobierno chino, abordará el incremento de la “unidad y la cooperación” bilaterales, en instantes en que su país es el segundo socio comercial de Cuba.
Para el estadista, según declaraciones previas a la visita, “las relaciones sino-cubanas han pasado la prueba de las vicisitudes internacionales para convertirse en un ejemplo. Ambas naciones avanzan juntas en el camino de la construcción del socialismo con características propias, y se prestan apoyo recíproco en los temas relativos a sus respectivos intereses vitales".
En este periplo se esperan acuerdos para nuevas inversiones e intercambios con China en materia energética, de transporte, biotecnológica, agricultura, puertos, turismo, minería y desarrollo de infraestructuras, así como sobre la presencia del empresariado del gigante asiático en la Zona de Desarrollo Especial del Mariel, mediante el establecimiento de una planta productora de televisores, computadoras, tabletas y celulares, destinados al mercado cubano y regional, entre otras posibilidades.
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