“No me hables, no me hables” decía aquel campesino que una vez a la semana bajaba de las lomas cercanas a Topes de Collante para comprar los abastecimientos necesarios en la tienda La Dolorita, en la empedrada calle Gutiérrez (hoy, Antonio Maceo) de Trinidad.
Era un hombre fuerte, pero de la estatura de un niño, que debía hacer malabares para montarse en la cabalgadura dotada de dos enormes serones donde transportaba avituallamientos que en cada ocasión eran más escasos debido a los efectos de las restricciones impuestas a Cuba desde esos años por parte el gobierno estadounidense.
Nunca supe el nombre de aquel guajiro, pero sí el del otro personaje, cuyas señas prefiero silenciar por no lastimar la memoria de sus familiares, entre los cuales tengo amistades. En todas las ocasiones en que ambos coincidieron, el hombre de las serranías escuchaba mientras el otro hablaba sin cesar en voz baja.
Esta vez era un día de lluvia. Malo para andar a caballo por el lomerío, por lo cual, el montañés no podía dar por concluido el monólogo, razón por la que pedía una y otra vez que no le hablara, hasta que como si fuera una válvula de escape, soltó:
“Ahora me dices que el gobierno es malo porque no puedo comprar lo que me hace falta, pero con lo poco que me llevo, es más que las mercancías que subía para las lomas en el otro gobierno que tú dices que es el bueno, pero con ese yo no tenía dinero, y ni cuentas casi sabía sacar porque no pude ir a la escuela.”
El interlocutor le pedía no hablar tan alto, pero la solicitud era como un estímulo para el desahogo: “Y es verdad lo que me dices que mientras yo paso trabajo con mi familia en las lomas hay otros viviendo mejor acá en el pueblo. Carajo, pero es que por muy mal que la pasemos ahora, estoy mejor que antes y tu casi me haces creer que este gobierno es malo porque yo vivo mal en las lomas.”
Y bajo una fina llovizna, trabajosamente logró subirse a la montura y alejarse lentamente, no sin antes decir entre dientes: “a este si lo dejan hablar, no hay quien lo mate.”
No obstante, el propio campesino no se dejó confundir aunque le faltara dominio del arte de combinar las palabras para expresar ideas y argumentos, una habilidad que algunos manejan con una maestría tal que son capaces de defender cualquier criterio con el único requisito de que la opinión les reporte dividendos.
Sin importar lo endebles que sean los argumentos, los hacen aparecer sólidos mediante razonamientos engañosos, poniendo el arte de la persuasión al servicio de intereses que nada tienen que ver con hacer conocer la verdad. Es como si dijeran que lo verdadero es lo que les da alguna ganancia.
Por los días de aquel incidente en Trinidad, la comunicación era mediante teléfonos a los cuales era necesario hacerle girar una manigueta para pedir el número, y también por cartas cuyos sobres eran casi cubiertos de sellos para que llegaran al cabo de varios meses a mis familiares en el sur de China.
Salvo mi presencia que era casi permanente en la bodega de mis parientes, y algún cliente ocasional, nadie más supo de todas aquellas charlas directas de uno a otro, sin que el teléfono ni la correspondencia pudieran multiplicar los mensajes.
Las artes de la persuasión a través de la palabra, de la elocuencia, así como de refutar y discutir, dominadas por hábiles engañadores hoy no pueden ser detenidas con un simple “No me hables, no me hables” porque los mensajes viajan por múltiples canales y de un modo u otro, nos hablarán.
Y aunque abandonemos a galope el escenario de la charla, seremos alcanzados por las nuevas tecnologías de la información que constantemente envejecerán cada vez con mayor rapidez para dar paso a las que surgen, aunque los contenidos puedan ser los mismos que en la década de los 70, cuando un alguien nos hacía críticas por ser apologéticos, mas el día que le dije: Yo solo hablo de lo bueno, pero tú solo hablas de lo malo. ¿No son negativas las dos cosas? Y su réplica fue: Es que así tú y yo logramos un equilibrio armónico entre lo bueno y lo malo.
He olvidado la retórica que siguió a esa explicación, que fue una andanada sobre las leyes de la dialéctica, de la unidad y lucha de contrarios, etcétera, etcétera, etcétera…
La otra pregunta que se me quedó en el tintero aquella vez fue sobre la intencionalidad de cada uno, algo en lo que no caben confusiones.
NOTA: Este texto queda sin final, con la intención de que sea construido colectivamente con los comentarios de los amables lectores.
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