jueves, 28 de marzo de 2024

Preguntas para un periodista “dichoso”

Cuando se cumplen cuatro décadas de la Operación Carlota, Cubahora conversa con un periodista cubano que fue corresponsal de guerra en Angola...

Leticia Martínez Hernández en Exclusivo 13/11/2015
7 comentarios

Pastor es un hombre inmenso. Y no lo digo por su estatura. Sus medidas no sobrepasan las de una persona común, a no ser cuando extiende sus manos para abrazar. Lo conocí hace algunos años, cuando la vida me puso de un tirón en la redacción del periódico Granma y él era uno de sus mejores corresponsales. Siempre me sorprendió la manera en que le “sacaba el jugo” a su provincia, Las Tunas. Entonces parecía que reportaba desde uno de los territorios más dinámicos del país porque sabía, como nadie, descubrirle sus historias diarias, esas que tanta falta hacen.

Luego, me convertí en su jefa y más de una vez morí de la pena cuando debí hacerle algún “arreglito”, casi siempre mínimo, a sus trabajos. Un día me llamó “la  niña de sus ojos” y comprendí que él, Pastor Bastita, era un fuera de serie. Yo acababa de aterrizar en este mundo, él llevaba infinitas horas de vuelo, pero jamás intentó cortar mis opiniones con la excusa, tan arraigada a veces, de que “estas muy joven para opinar”.

Pastor tiene un millón de cosas por contar, pero quizás ninguna como aquellas que vivió en Angola, cuando con poco más de veinte años lo designaron corresponsal de guerra allí. Cuarenta años después los recuerdos siguen nítidos, y cuando le pedí contarlos no vaciló. A mi correo escribió “me tienes” y aquí los tenemos los lectores de Cubahora:

- ¿Cómo se asume la noticia de que te vas para Angola?

- Cuando Frank Agüero Gómez, entonces director del periódico Bastión, Órgano Oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, me preguntó por teléfono si estaba dispuesto a partir para Angola en los primeros días de abril de 1988, yo tenía 26 años. Recuerdo que mi respuesta fue: ¿Cuándo vuelo? Apenas te hagas el chequeo médico en el hospital militar de Santiago de Cuba, es urgente, me respondió. Al otro día los exámenes eran asunto concluido. Tres o cuatro días después, aterrizaba en Luanda, luego de ser inmunizado con una avalancha de  jeringuillas en Loma Blanca (unidad de tránsito en Cuba) contra todo lo posiblemente adverso en materia de enfermedades.

Atrás había dejado a mi familia en condiciones también hostiles: un agresivo virus de moda (al que jocosamente la población llamó 111, porque empezaba con uno, continuaba con uno y terminaba con uno) mantenía en cama a los otros cinco adultos de mi hogar. Solo la mamá de mi Pequeño Príncipe pudo asomarse a la puerta de la vivienda, para decirme adiós, envuelta en una frazada. Aún así, marché seguro, optimista. Realmente siempre había deseado cumplir una misión de ese tipo.

- ¿Cuál fue tu misión específica allí?

- Fui en calidad de corresponsal de guerra, como enviado especial de Bastión. Hasta ese instante el tema de Angola se había tratado con discreción en nuestros medios. Supongo que los acontecimientos de Cuito Cuanavale y la ofensiva que tendría lugar contra el enemigo, por el flanco sudoccidental angolano, marcaron pauta también para una mayor información en torno a la presencia de nuestros internacionalistas en aquel país africano.

- En los tiempos que corren es “fácil” escribir sobre un suceso y enviar la nota rápido hacia el medio de prensa ¿Cómo se hacía eso desde Angola?

- Se hacía con la pasión del alma y con la tecnología del momento. Antes de seguir respondiendo tu pregunta permíteme una acotación súper-necesaria: durante los dos años que permanecí en Angola, reportando ininterrumpidamente para Bastión, tuve total independencia o autonomía para viajar hacia la provincia o zona que yo decidiera allí, estar en ella el tiempo que quisiera, escribir de cuanto asunto considerase importante o de interés, entrevistar a quien deseara. Yo conformaba mi propio plan de trabajo. En una frase: no conocí, ni una sola vez, el freno, la traba o la censura. Fui totalmente libre en ese sentido. Es justo decirlo, y decirlo con el más profundo orgullo.

Yo tomaba apuntes todo el tiempo en mis libretas de taquigrafía. Nunca usé grabadora; hubiera sido un estorbo. Por las noches redactaba a mano, a la luz de la luna, de un farol o de un bombillo, en un albergue o dentro de un refugio, y lo seguía haciendo después en la panza del avión en que volvía a Luanda. Al llegar, traía casi todo escrito, me sentaba en una de las máquinas de escribir del periódico Verde Olivo en Misión Internacionalista y tecleaba aquellos borradores de entrevistas, crónicas, reportajes. Si algo lamento hoy, es no haberlos revisado o releído más. Muchos venían casi en bruto.

Las informaciones las enviaba por télex, desde el llamado Centro de Imprensa. Pero los trabajos de género venían en un sobre, acompañados de fotos. Para ello, iba a la Terminal Aérea Militar, le echaba el ojo a algún oficial, combatiente o soldado; le pedía ayuda, anotaba su nombre y luego llamaba a Bastión para que enviaran un carro al aeropuerto José Martí, 14 horas después del despegue, y recogieran el sobre.

Jamás se extravió ninguno. Casi todos los días Bastión publicaba algo. Para mí eso fue motivo de alivio y la mejor recompensa, junto a la valoración de mi periódico y a las opiniones que ofrecían los lectores.

- Una vez escribiste que eras privilegiado porque no guardas una idea deshumanizada de la guerra de Angola. ¿Qué idea guardas de ella entonces?

- Más de un cuarto de siglo después, sigo teniendo los más hermosos y reconfortantes recuerdos de la presencia internacionalista de Cuba en Angola. En lo personal, ha sido la experiencia profesional más hermosa de mi vida. Tuve el privilegio de estar en Cuito Cuanavale. No lo considero una hazaña. Ya habían ocurrido los combates decisivos. Allí, como en otras zonas de Angola, conversé con jóvenes de esos que te erizan la piel y por momentos sientes deseos de interrumpir la conversación para darles un abrazo, como si los hubieras conocido desde tu infancia o como si se tratara de un familiar al que no veías desde muchos años atrás.

También dialogué con hombres y mujeres de más edad que, sin embargo, se disputaban con los muchachos el derecho de ir a la misión más riesgosa, y viceversa.

La guerra es fea desde cualquier ángulo que la mires. Nadie dude eso. No por gusto Fidel siempre ha reiterado que la mejor forma de ganar una guerra es evitándola. Los cubanos no provocamos aquella. Fuimos allí por solicitud del pueblo angolano, en la figura de su querido presidente, el doctor Agostinho Neto. Y puede parecer romántico de mi parte, pero los más arraigados recuerdos que conservo de esa misión no están asociados a esteras de tanques, al rugido ensordecedor de cohetes, al derribo de aviones enemigos, a la maldita mina que tiñe de gris el seno de una familia y que apaga sonrisas para siempre. Tampoco a la pólvora, a la destrucción, a la muerte.

A mi mente suele acudir la silueta del médico militar cubano atendiendo, también, a nativos de las zonas donde estaban asentadas o por donde pasaban en su avance nuestras tropas. Sé de muchísimos combatientes que, ante la mirada triste de niños hambrientos, terminaban compartiendo la ración o dándoles alimentos en conservas. Vi a nuestros soldados construir juguetes rústicos, con los materiales de desecho que aparecieran, para regalárselos a niños que por primera vez tenían en sus manos algo tan “fantástico”.

Mientras la UNITA asesinaba brutalmente a la población y los agresores sudafricanos pretendían sembrar muerte por doquier, las unidades cubanas y el personal de colaboración civil llevaban paz y tranquilidad a los territorios, construían aeropuertos, mejoraban carreteras, erigían monumentos a la amistad de ambos pueblos.

Por eso Luanda lloró en enero de 1988, cuando Cuba inició el retorno anticipado de un contingente de 3 000 combatientes, tres meses antes de lo pactado. Y no es una frase mía. Vi llorar, de verdad, a hombres y mujeres en el aeropuerto, mientras despedían a los internacionalistas que retornaban a Cuba a bordo de los primeros aviones y barcos.

Dichoso y privilegiado el periodista que en el mundo pueda llenarse las yemas de los dedos y el pecho escribiendo estas cosas, más de un cuarto de siglo después.

- ¿Estuviste alguna vez en verdadero peligro de muerte?

- No sé si por ingenuidad, si por esa seguridad tan propia de los 26 años o si por carecer de eso que llamamos “percepción del riesgo”, lo cierto es que no recuerdo haber sentido miedo a la muerte nunca. Ello también pudo ser resultado de la naturalidad con que transcurrían el día, la noche, la vida de muchachos más jóvenes, expuestos todo el tiempo a riesgos mayores, por encontrarse en la primera línea de combate.

No te niego que al principio fui más cauteloso o más precavido. Luego, y eso no es bueno, fui cogiendo “confianza”, pero nunca al extremo de poner en peligro el pedazo de vida que mi cuerpo tenía allá, porque, como te dije, la porción fundamental estaba acá: en la existencia física y en los latidos de mi hijo.

¿Peligro real? Supongo que sí, pero nunca me detuve mucho a pensar en eso. Recorrer Cuito Cuanavale cuando todavía el blindado o el yipi en que te movías podía ser alcanzado por algún que otro ladrido de artillería, entrañaba peligro. Peligro hubo cada vez que el avión se ubicaba, obligatoriamente, a gran altura aún, encima del aeropuerto, para iniciar un descenso y aterrizaje en espiral casi vertical, ante la posibilidad de ser alcanzado por medios antiaéreos enemigos.

Peligro hubo en exploraciones como las que hicimos Albertico Núñez (otro joven corresponsal de guerra, hoy director del periódico Trabajadores) y yo, con las tropas especiales, hacia el punto más avanzado de nuestras tropas, en las narices mismas de los sudafricanos, cuando todavía Ruacaná “era de ellos”.

Peligro real era moverte casi todo el tiempo solo hacia todas partes o que, durmiendo a la intemperie cerca de Yabo Grande, o en aquella gélida noche en Tchipa, o en cualquiera de los movimientos por el terreno, a una cobra se le ocurriese “mordisquearte”. Pero, o te ponías a pensar en todo eso, o hacías periodismo. Y, de verdad, preferí siempre lo segundo, mucho más si al levantar la vista del teclado tenías cerca de ti, haciendo exactamente lo mismo, a una Ledys Camacho, a una Katiuska Blanco o a una Elsa Blaquier pidiendo vía y abriendo senderos.

- ¿Sueñas alguna vez con lo vivido?

- Por supuesto que sueño aún con aquellos días. No ha dejado de sucederme. Son siempre sueños. Nunca pesadilla. Es algo curioso, porque suelo mantener la misma edad de entonces. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Ni siquiera son sueños tristes. Incluso suele ocurrirme uno cómico, asociado a mi mala memoria porque, a 27 años, aún me aterra la idea de dejar olvidada la pistola o el AKM en algún lugar.

- Formaste parte de un grupo de jóvenes periodistas que de repente se convierten en corresponsales de guerra, ¿es cierto que a cada rato se reúnen?

- Así es. La última vez fue en julio de este año. Siempre lo hacemos en La Habana. Creo que el único guajiro de esa “alegre plaga” soy yo. Pero por mí no hay que esperar. Más bien empujo. Es una experiencia hermosísima, porque vamos con nuestros hijos, esposas o esposos, incluso nietos. Y no imaginas la “transfusión cruzada” que ocurre: de recuerdos, anécdotas y de inmortal cariño entre nosotros, pero también de enseñanzas y de valores para nuestros retoños. Lo saben Katiuska Blanco, Albertico Núñez, Ledys Camacho, Luis Lino Hernández, Valentín Palacios, Demetrio Villaurrutia y otros que salieron del aula universitaria directamente para Angola. Muchachas como Leticia Oramas y una llamada Rosalina: dirigentes de la Juventud allá, siempre sensibles y apegadas a la prensa. Y también lo saben algunos no tan jóvenes entonces como Carlos Cánovas, Jorge Luis González, Elsa Blaquier, Roberto Pérez Betancourt…

- ¿Qué fue lo más triste que te sucedió en Angola? ¿Qué fue lo más feliz?

- Lo más triste fue enterarme, varios días después, de la muerte de mi abuela, quien en verdad siempre había sido –y es- mi madre, mi padre, mi hermana, mi amiga, parte sustancial de mi vida. También fue terriblemente duro haber perdido a un entrañable compañero de profesión: Antonio Pérez Medina, con quien había trabajado, primero en el periódico Combatiente, órgano del Ejército Oriental, luego en Bastión, y allá integraba la plantilla del semanario Verde Olivo en Misión Internacionalista.

El momento más feliz, no fue uno solo. Fueron muchos. Todos idénticos: cada vez que recibía una carta y dentro venían los más hermosos garabatos, jeroglíficos o dibujos salidos de las diminutas manos de mi hijo, para que yo interpretara lo que él deseaba decirme. Y quieres que te sea absolutamente sincero, Lety: siempre descifré o entendí clarito el mensaje: “Te quiero mucho Papito, cuídate y vuelve pronto”.

Entonces sentía que Luanda y Angola eran un simple grano de arroz en la palma de mi mano. Y salía otra vez, a comerme el mundo a punta de lente y lapicero.


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Leticia Martínez Hernández

Madre y periodista, ambas profesiones a tiempo completo...

Se han publicado 7 comentarios


Pastor
 13/11/15 18:17

Agradezco los comentarios hechos hasta este momento. No porque elogien lo respondido por mí (en verdad resultado de las tiernas preguntas con que me emplazó la pequeña-inmensa Lety), sino porque demuestran esa sensibilidad congénita que llevan ustedes dentro, tan necesaria para poder comprender y valorar aristas tal vez poco conocidas de aquella realidad, desde la óptica de alquien que nunca pretendió ser protagonista ni referencia. Yo hice, no tengo la menor duda, exactamente lo mismo que hubieran hecho la propia Leticia, Yaíma Puig, cientos de jóvenes que hoy ejercen apasionadamente el periodismo en nuestro país, e incluso lo que también hubieran hecho ustedes: Reina, Armando, Irl, Jorge... lectores con alma y vocación por los nobles sentimientos del ser humano y por esa verdad que llevamos en la sangre y transfundimos todo el tiempo. Aquí les dejo, virtualmente, el abrazo que un día puede ser. Y también mi gratitud y respeto al colecltivo de Cubahora.

Iri
 13/11/15 16:49

Muy bella esta historia. Gracias a Pastor y todos aquellos que fueron a Ángola

Reina
 13/11/15 10:55

Gracias Leticia. Gracias por ser esa "niña de los ojos" que tantas veces mi Pastor ha evocado y con lo que yo, que soy bien celosa, lo que hago es enorgullecerme, como si también de alguna forma te conviertieras en mi niña. Y es que ese hombre, al que llamas inmenso tiene la mágica capacidad de conquistar con su palabra y sus letras, porque es veraz desde la raíz hasta la misma esencia. Su vivencia en la nación africana es una de esas páginas del hermoso libro de vida que como corresponsal ha de escribir un día,  no muy lejano y de eso me encargaré personalmente, porque él como tantos otros periodistas audaces (ese es el calificativo que yo les doy) lo meceren. Angola, su pueblo, los combatientes cubanos que conoció, los periodistas, especialmente los recién graduados a los que les llevaba solo dos o tres años pero que consideraba sus hijos,  por esa manía suya de ángel protector, los romaces que no faltaron y que pudieron calar hondo y la añoranza por su retoño y la mujer que más ha amado en la vida, su abuela, a la que no pudo dar por estar allí el último beso de gratitud, hacen que mi Pastor se sienta humildemente satisfecho y cada vez más comprometido con  la Revolución Cubana que le dio la oportunidad de convertirse en un  mejor  ser humano y un mejor periodista, casi que comenzando su andar, (aunque él no lo crea así). Gracias a Cubahora por contribuir de modos como este con la memoria histórica de nuestra patria.

Leticia
 13/11/15 13:41

gracias a ti Reina por quererlo tanto

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Armando
 13/11/15 10:47

Muy hermoso reportaje, y hermosa historia cubana.

jorge
 13/11/15 13:15

Que historia tan hermosa comparadas con las de otro ejercitos que lo que hacen es sembrar el odio y el terror,Si Luanda lloro en 1985 mis Ojos se humedecieron al leer este bello articulo.Gracias

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jorge
 13/11/15 13:18

Bella historia.Gracias

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