martes, 16 de abril de 2024

Mirada retrospectiva a la asonada del 10 de marzo

Al igual que en 1952 en Cuba, las oligarquías pueden apelar a la violencia terrorista y al golpe de Estado si ya la democracia no les es útil...

Pedro Antonio García Fernández en Exclusivo 10/03/2016
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A inicios de 1952 Cuba vivía un insólito momento histórico. Hasta ese momento la democracia representativa existente en el país había respetado la voluntad popular en las urnas. Dos años antes el gobierno había perdido casi todas las alcaldías importantes de la Isla, las cuales cayeron en manos de la oposición.

A pesar de la histeria anticomunista, militantes marxistas todavía ocupaban escaños en el Congreso. En el principal partido de oposición, el Ortodoxo, la sección juvenil había declarado en un manifiesto público que el futuro de Cuba era el Socialismo y que sus paradigmas eran Antonio Guiteras y Julio Antonio Mella.

Esto traía desazón en sectores de la oligarquía, porque para las elecciones de 1952 las encuestas señalaban que los ortodoxos iban a obtener más de 20 senadores y una cantidad apreciable de representantes. Pero, dentro de ese grupo de nuevos congresistas se hallaban muchos jóvenes catalogados “de izquierda”.

Por otra parte, el gobierno de Carlos Prío se hallaba totalmente desprestigiado ante el pueblo. Sus negocios turbios en la Lotería y en el Banco Nacional, por solo citar dos ejemplos, sumado a otras irregularidades administrativas habían acaparado los cintillos de los principales diarios nacionales.

A la vez, los grupos gansteriles campeaban por su respeto. En los cuarteles los militares conspiraban a viva voz para derrocar al gobierno, estimulados por el entonces expresidente y general retirado Fulgencio Batista, quien con su vocero servil, Andrés Rivero Agüero, abogaba abiertamente por una asonada castrense.

Batista iba como candidato a las elecciones por un partido minoritario, pero en cada nueva encuesta bajaba ostensiblemente y ya para marzo de 1952 se le otorgaba menos de un 10 por ciento de posibilidades para llegar a la presidencia.

La lucha iba a centrarse entre el candidato ortodoxo, Roberto Agramonte, quien mantenía una pequeña ventaja sobre el gubernamental Carlos Hevia según los surveys.

Estos daban como ganadora a la fórmula senatorial ortodoxa en La Habana y Las Villas, y a la coalición gubernamental en Pinar del Río, Matanzas y Oriente. Camagüey constituía para los estadísticos un signo de interrogación que probablemente se despejara el día de los comicios.

Ese día nunca llegó. Batista, aliado con los militares, perpetró un golpe de Estado. De un zarpazo fueron derogadas la Constitución del 40 y el progresista Código Electoral de 1943, cuya puesta en vigor en esa fecha motivó la derrota del propio Batista ante Grau San Martín en las elecciones presidenciales de 1944.

A partir del 10 de marzo de 1952 cambió la situación en Cuba. El congreso fue clausurado y se suprimieron todas las libertades democráticas (prensa, palabra, reunión). Volvieron la picana eléctrica, el palmacristi y otros métodos de tortura en las estaciones de policía.

Para complacer a las compañías yanquis se congelaron los salarios, quedaron más de 600 000 personas sin trabajo, con lo que el nivel de desempleo alcanzó cifras astronómicas, se prohibieron las huelgas.

Un joven abogado, Fidel Castro, presentó un recurso de inconstitucionalidad contra Batista y su camarilla, pero el sistema judicial desestimó la acusación. Quedaba demostrado que solo quedaba una vía: la de los mambises del 68 y el 95, la lucha armada.

Poco a poco Fidel y la generación del centenario fueron convenciendo a las masas de la imperiosidad de luchar contra la tiranía batistiana. Fracasó como acción militar el Moncada, pero el alegato de autodefensa de Fidel, en el juicio al que lo sometieron, devino el programa político de los revolucionarios.

En los años de la tiranía prevalecieron el fraude administrativo, el desvergonzado robo de los fondos públicos, sobre todo los destinados a la salud y la educación. Se organizaron comicios en los que el ejército llenaba urnas con supuestos votantes cuyos nombres había copiado de las lápidas de las necrópolis.

El asesinato a opositores devino política de Estado. A veces en plena calle, tras ser detenida y desarmada la víctima, como pasó con Jorge Agostini, con los cuatro muchachos de Regla en el reparto Santa Rita, con el líder universitario Fructuoso Rodríguez y sus compañeros en el edificio de Humboldt 7.

En ocasiones, políticos sin vinculación alguna con la lucha armada eran sacados de su casa y ultimados en un solar yermo, como sucedió con Pelayo Cuervo.

Cinco años, cinco meses y cinco días después del asalto al Moncada, Batista y su camarilla huyeron en la madrugada, tal como llegaron al poder, cual si fueran ladrones en fuga. Pero, los métodos utilizados por ellos siguen utilizándose en América Latina.  

Cuando la democracia representativa no les sirve ya a las oligarquías para mantenerse en el poder, apelan a la violencia terrorista y a la asonada contra el presidente constitucionalmente electo. Como pasó en Chile (1973) contra Allende y en años recientes, contra Chávez en Venezuela y Correa en Ecuador.

En el Brasil actual hay una campaña desestabilizadora contra el gobierno de Dilma Rousseff y un intento desesperado de apartar a Lula de las próximas elecciones presidenciales. ¿Volverán los militares a tomar partido por la oligarquía en la tierra de Chico Buarque? ¿O contra Correa en la patria de Alfaro?

Tienen los pueblos de nuestra América que estar preparados para tales posibilidades.


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Pedro Antonio García Fernández

Periodista apasionado por la investigación histórica, abierto al debate de los comentaristas.


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