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lunes, 4 de noviembre de 2024

Memorias de Luis Báez sobre Almeida: "Macho había venido a pelear" (+Fotos)

Testimonio inédito de Rosario Bosque (Charo), madre del Comandante Juan Almeida Bosque...

Luis Báez en Trabajadores 11/09/2014
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Juan Almeida por siempre entre los cubanos.

En octubre de 1981 le propuse al Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque entrevistar a sus padres. Yo los había conocido y me parecieron dos personas magníficas que tenían mucho que contar. Me había puesto de acuerdo con Juanito, su padre, para tener una conversación, grabadora de por medio. Pero quería la aprobación del Comandante, por elemental respeto y sentido de la ética.

Un mes después, el propio Almeida hizo los arreglos pertinentes. Él mismo estaba interesado en saber qué le dirían sus padres a un periodista. “Es casi seguro —me dijo— que a ti te dirán cosas que ni a mí me han contado”. Así fue cómo me encontré durante tres tardes sucesivas con Juan Almeida Pérez y Rosario Bosque Montalvo en la casa que habitaban. Él era un hombre muy sencillo, caminaba las calles de La Habana y solía montar en ómnibus. Conocía todas las combinaciones posibles del transporte urbano. Ella dominaba el territorio de la casa. De esas jornadas quedaron grabadas unas ocho horas, que recorren sus orígenes, sus vicisitudes y, obviamente, pasajes biográficos del Comandante de la Revolución.

Cuando le llevé a Almeida la entrevista ya redactada, la leyó con avidez, pero me dijo que ese no era el momento de publicarla. “Hablan mucho de mí y exageran por el amor que sienten”, comentó. Quedamos en volver a abordar el asunto más adelante. Me devolvió el fajo de papeles mecanografiados y me instó para que algún día le presentara una versión donde él no fuera el protagonista.

Yo guardé la entrevista, junto a otras que también por azares de la vida he ido dejando inconclusas. En octubre del 2009, revisando mis archivos, reencontré el material redactado y las transcripciones. Real­mente, de publicarse tal como había redactado aquella versión de casi tres décadas atrás, hubieran quedado muchas cosas en el tintero que me dijeron Juanito y Charo.

Al releer la transcripción de la totalidad de la conversación, me di cuenta de que Charo y Juanito habían llevado una vida tan interesante que por sí mismos podrían ser protagonistas de un testimonio útil para las nuevas generaciones.

Pedro de la Hoz, escritor y periodista con quien he venido trabajando en los últimos años en diversos proyectos, me comentó lo mismo luego de una lectura atenta del diálogo con los padres de Al­meida. Y nos pusimos de acuerdo para recrear la conversación y armar un libro titulado Los padres de un hijo de la Patria, aún inédito, que no solo rinde homenaje a Almeida y sus padres, sino a todos los progenitores de quienes han protagonizado la gesta más hermosa de nuestra historia: la Revolución Cubana.

Este capítulo del libro está narrado en primera persona, de acuerdo con el testimonio aportado por Charo en la entrevista. (Luis Báez)

Cuando el Granma desembarcó, supimos que Macho (*) había venido a pelear. Nadie nos lo dijo, pero se caía de la mata. Si, como se decía, Fidel estaba alzado en las lomas, mi hijo estaba con él. Una madre no se equivoca. Si mi hijo había cogido la línea del Moncada, nunca más la iba a dejar.

Yo no creía en las noticias. Batista dijo primero que todos habían muerto. Es verdad que asesinaron a muchos, pero no a todos. La bo­la que regó Batista quería llevarles a los cu­banos la idea de que el hombre fuerte seguía siendo él.

En el barrio la cosa estaba dividida: unos decían que el desembarco de Oriente había quedado en nada, otros que habían sonado duro a los casquitos y que esta vez no iba a pasar lo del Moncada. Evitaban hacerme a mí los comentarios. Todos sabían que Macho tenía que ver con aquello.

Saber al tiro que Macho estaba en el monte con Fidel, lo supimos solo después de que el americano aquel les hiciera un artículo en la Sierra. Como lo publicó en los Estados Unidos, aquí no hubo otro remedio que repetirlo. Porque la prensa de los Estados Unidos, en la Cuba de entonces, era ley.

Juanito (**) se empató con el americano. Se lo encontró en la Asociación de Reporteros. Él les puede contar. ¿Lo hago yo? Pues, mire, yo le pedí que le llevara al periodista americano un mazo de tabacos como una cortesía de noso­tros y allá fue. Se le presentó como el padre de Juan Almeida. Y hubo una especie de confusión.

El americano le dijo que había encontrado un negro alto y fuerte, que el Almeida que Juanito le decía, no era aquel que había encontrado en las lomas. Cuando Juanito ya se iba, descorazonado, el americano lo llamó aparte y le dijo: “Oiga, no me haga caso: sí, vi a su hijo, un negro flaco y medianito. Lo que pasa es que usted no puede estarme haciendo esas preguntas en un lugar como este”. El hombre lo abrazó y agradeció los tabacos.

Pero lo más grande del mundo fue haber podido ver a Macho en la Sierra, en el Tercer Frente. Sí, señor. Esa sí fue una odisea. Los detalles no se me olvidan, ni la fecha. Nos vimos el 27 de septiembre de 1958 en Cruce de los Baños, donde él tenía la jefatura.

La conexión la hizo Juanito, que siempre se la pasó buscando la manera de que nos encontráramos con nuestro hijo. Un día en el hotel Lincoln, con un compañero del 26 que él conocía, cuadraron el viaje. Se llamaba Osvaldo Martínez, ¿no es así? Ah, y otro que se llamaba Waldo Corbo. Por estos y otros jóvenes nos enterábamos de cómo iban saliendo las cosas por la Sierra. Y por ellos, Juanito conoció a Fello Cruz, uno que tenía una finca de café en la Sierra y que sí estaba en contacto con Macho.

Fello le explicó cómo sería la cuestión. Había que esperar el momento oportuno y ese se dio en septiembre, que en la guagua donde ten­dría­mos que ir el chofer era del 26, pero que tuviera muchísimo cuidado, pues los casquitos no creían en nadie, que como estaban perdiendo, se la arrancaban al más pinto.

Salimos un día antes del encuentro. Con noso­tros, nuestra hija Charito, que tenía unos diez años. Como a Juanito en La Habana lo conocían por la vestimenta, traje, cuello y corbata, decidió comprarse una guayabera de hilo. La planché con mucho almidón.

Con un amigo, que no le cobró nada, se mandó a hacer una sortija grandísima, con un indio de plumas en la cabeza, como la de Batista, bien brillante, que se veía a la legua. Él me dijo que debía cambiar mi apariencia. Yo, que nunca me había pintado el pelo, me lo teñí de gris, como si tuviera mil años. Y me puse unos espejuelos oscuros.

Fuimos a coger la guagua a las cinco de la tar­de en la Virgen del Camino. Juanito ya había comprado los pasajes. No llevábamos equipaje, solo una jaba de cartón, de esas que vendían a medio en la Plaza del Mercado. El tal Osvaldo nos había dado una caja de pañuelos para que se la hiciéramos llegar a Fidel. ¡Qué inocencia la nuestra!; después supimos que la caja estaba premiada, con cartas y mensajes y todo lo que nos hubiera costado la vida si nos la encontraban.

Lo menos que imaginábamos era que ese mismo día de la salida, los rebeldes del Tercer Frente habían cogido prisionero al teniente coronel Nelson Carrasco, un peje gordo del ejército de la dictadura. Por eso, el ambiente estaba encendido.

El chofer se nos identificó y nos dijo: “Si la policía o los casquitos les preguntan algo, usted se calla y que hable el viejo. Como él es manzanillero, tiene el deje oriental y no va a llamar la atención. Pero usted, punto en boca, o nos matan”.

Cuando llegamos a Placetas, se montaron en la guagua un mulato y un blanco, muy jóvenes; uno de ellos llevaba un cartucho. Se les veía inquietos. Al chofer no le gustó que tomaran la guagua. Pensaba, como después supimos, que en el cartucho llevaban pistolas.

Los niños se sentaron tres puestos delante de nosotros, porque el chofer nos había indicado que ocupáramos los asientos del fondo. Tam­bién nos advirtió que no nos fijáramos en unas parejas que se subían en un pueblo y se bajaban en otro, vestidos de civil, que si nos miraban, les aguantáramos la mirada como si nada. “Esos son policías de paisano, y montan para chequear a quiénes viajan aquí”, nos alertó.

Al pasar Cabaiguán, una perseguidora si­guió la guagua. En ese pueblo montaron dos tipos que empezaron a mirar a todos los pasajeros con caras de pocos amigos y la cogieron con los niños esos. Cuando entramos a la provincia de Camagüey, mandaron a parar la guagua, que se arrimó a la cuneta. “Álzate los pantalones”, le dijeron al blanquito. “¿Y esos arañazos?”. Los muchachos dijeron que iban al central América, en Oriente, que el tío de uno de ellos era el administrador.

Pero hablaron con tanto nerviosismo, que los guardias no se creyeron la historia. “¿Y el cartucho que tenían? ¿Se lo tragó la tierra?”. Eso los embarcó. “Las pistolas son de mi tío, me mandó a que se las arreglara en Las Villas”. “Arreglo es el que les van a hacer ustedes”, respondió el guardia más jorocón. Daba repugnancia un tipo así. Cuando los muchachos quisieron recuperar sus maletas, este les dijo: “No se preocupen, que adonde ustedes van, no les harán falta”.

Se los llevaron en el patrullero. Yo recé a la Virgen para que no les pasara nada. Pero usted sabe, aquella gente de Batista tenía sed de sangre y venganza.

El viaje siguió y se hicieron más frecuentes las paradas para registrarnos. Yo le cogí el golpe. En cuanto nos pedían que enseñáramos lo que traíamos, abría la jaba de cartón. Juanito les decía: “Pueden registrar, yo sé que cumplen con su deber”. Y al ver la sortija de Juanito se sonreían pensando: “Estos son de los nuestros”. No tuvimos problemas.

Eso nos permitió salir adelante en Baire. Nunca había visto un despliegue tan grande de soldados ni de armas, ni en Columbia. Nos bajaron a todos y le hicieron una inspección a la guagua que duró más de quince minutos.

Por fin, de mañanita, llegamos a Contra­maestre. Fello le dio instrucciones a Juanito para que al bajarnos allí, no miráramos a nadie, que siguiéramos hasta frente al banco y cuando lo viéramos ni lo saludáramos, que anduviéramos detrás de él hasta llegar al punto donde nos llevarían al Tercer Frente.
El 16 de abril de 1995, Día del Miliciano, Raúl y Almeida compartieron el júbilo con los tanquistas en su aniversario victorioso. Foto: Archivo

No ocurrió exactamente así. Una muchacha rubia me saludó: “Qué bueno que llegaron, Charo, se va a poner muy contenta”. Y a Juanito: “Óigame, que usted no cambia, tan elegante como siempre”. Y a la niña: “¡Cómo a ella le va a gustar la finca!” Le decían Mony y era muy bonita. Daba la impresión de que nos conocía de toda la vida. Hablaba en voz alta para que si había un chivato por ahí, no se metiera con nosotros. Yo no recelé de ella, tan segura la sentí al decir mi nombre. Y Juanito, ya usted lo ve, sato como siempre, estaba encantado de que una preciosura así nos diera la bienvenida.

“Los voy a llevar a casa de mis tíos para que descansen un rato”, nos dijo y echamos a caminar. Un poco más adelante vimos a Fello. Vestía una camisa de rayas y unos pantalones de montar a caballo. Al vernos, se puso un sombrero prieto de paño. Juanito luego me contó que entre los dos acordaron en La Habana que el sombrero en la cabeza significaba que no había moros en la costa, pero que si no se lo ponía, siguiéramos de largo hasta una fonda al final de la calle y esperáramos allí por un nuevo contacto.

Bueno, Fello era tío de Mony, y hasta su casa fuimos. Entramos primero, y él llegó unos minutos después. Nos dijo que así aseguraba que nadie nos vigilara. Mony, con mucha suavidad, nos echó un responso: “Usted es tremendo, Juanito, ¿qué clase de disfraz es ese? Con esa guayabera lo van a tomar por un político o un hacendado, y me perdona, pero aquí las gentes de plata no son tan oscuros como usted. Y esos calobares que los dos llevan son como un par de farolas”. Me convenció, además, que pelara a Juanito. Este, que entonces creía ser un figurín, tenía una melena como de poeta bohemio. A él Fello le prestó una ropa más de andar por aquellos lados.

El otro lío fue con la cajita de los pañuelos. Le explico a Fello que nos la habían dado para hacerla llegar a Fidel. Fello la tomó y nos dijo: “Esto hay que abrirlo”. Y cuando descubrió que debajo de los pañuelos se escondían unos papeles, puso el grito en el cielo: “¡Qué barbaridad! ¿Ustedes viajaron con esto? Si llegan a registrarlos, les meten un par de tiros a cada uno y hasta a la niña también”. Mony se puso brava pero no con nosotros: “La culpa no es de ellos, sino del irresponsable que los comprometió sin avisarles. Eso no se va a quedar así. Pero, bueno, ya pasó. Hay que desaparecer la caja. Vamos, que se nos hace tarde”.

La muchacha era un lince. Cargó con ciruelas de una mata del patio y una bolsa de caramelos y nos montó en un jeep. Delante, Fello y ella, con Charito en las piernas. Atrás, nosotros. Teníamos que pasar como por tres postas. Su táctica no fallaba. Los casquitos se derretían cuando la veían y ella les brindaba ciruelas y caramelos. Les explicaba que yo era la hija de la vieja cocinera de la finca de su tío, que la pobre estaba en las últimas y no quería morirse sin vernos. Eso les ablandaba los corazones, que ya estaban sarazos con la mirada de aquellos ojos verdes, las ciruelas y los caramelos. Incluso repartió en una de las postas unas papeletas de un caballo que estaban rifando en Contramaestre.

En una de las postas casi meto la pata. Me preguntaron de dónde yo era y respondí que de Palma. El guardia dudó. “Así que de Pan…ma”, imitó mi voz. Los habaneros nos tragamos la ele; los orientales la arrastran. Allá dicen Pal…ma. Juanito salió al rescate con su dejo manzanillero. “Esta guajira se olvidó del monte, lleva tanto tiempo cocinándole al senador Fulano de Tal en El Vedado, que ya se cree habanera”.

Ya cuando entramos de Maffo para arriba, Fello nos informó: “Hemos llegado a territorio libre”. “¿Libre de qué?”, pensé yo, porque el ca­mino dentro del monte era igual. Como si me leyera la mente, Mony sacó el brazo por la ventanilla y señaló para unas matas a la derecha: “Ahí está la tropa de su hijo”.

No pasó mucho para cruzarnos con unos hombres barbudos, con las ropas renegridas. Charito gritó: “Mami, ahí están los mau mau”. Y yo: “Niña, eso no se dice, que tu hermano no es ningún mau mau”. En La Habana llamaban así a los rebeldes. En principio creí que era porque parecían gatos en el monte, hasta que Juanito me explicó un día que no: “Mau mau son unos rebeldes africanos, vaya, como unos cimarrones. Y los ingleses los pintan como criminales”.

Me indigné: “¿Están diciéndole criminal a Fidel y a Macho con eso de mau mau? Dímelo para mentarle la madre a quien lo haga”. Entonces Juanito me aclaró: “Chica, no es para tanto, es que los batistianos son unos ignorantes. Quieren ofenderlos al llamarles mau mau, pero a mí eso no me importa. Me ofende más que les llamen muerde-y-huye, porque tú sabes que no son cobardes”.

En una curva del terraplén había una posta rebelde. Uno de aquellos hombres nos conocía. “¡Caramba, si son los padres del comandante Almeida!”, exclamó. Mony lo regañó: “No lo repita más, no se lo diga a nadie. De esto nadie se puede enterar. ¿De acuerdo?”. Me dio lástima con el muchacho y más cuando me preguntó por su familia. Se llamaba, o se llama, porque no lo he visto en mucho tiempo, Pepe Luis. Trabajaba en una botica de la Víbora. “Tu familia está bien. La veo a menudo”, mentí. No le iba a decir que a su familia desde hacía como un año no la veía.

Un rato después llegamos a Cruce de los Baños. Ahí estaba mi hijo, ay, después de tanto tiempo. ¿Nerviosa? Claro que sí. A pun­to de un ataque de llanto. No me salían las palabras. Con abrazarlo tenía. En aquel abrazo estaba mi corazón de madre. Y como no lo soltaba no paraba de llorar pegado a él, Macho me dijo: “Vieja, si la cosa es de llanto, me voy”. “No, no, mi’jito, no te vayas, no voy a llorar más”.

Me sequé las lágrimas y me puse a observarlo: “Estás flaco, tienes cara de haber pasado mucha hambre”. “Otros están peores que nosotros y no están en la guerra. Yo estoy bien y peleando. Vamos a ganar”, me contestó. Se le veía más recio, más entero, más decidido que cuando la última vez, antes de salir para México. Todos lo respetaban y admiraban. Me sentí orgullosa de haberlo parido.

Macho le dio un beso largo a Charito. La miraba de arriba abajo, le preguntó por sus hermanas y hermanos. Con Juanito habló del ambiente del barrio, de si la policía nos molestaba, de lo que pensaban los habaneros de la situación, de que si allá seguían las transmisiones de Radio Rebelde.

Mientras esperábamos el almuerzo se retrató con el padre y la hermana. Quiso que yo me tirara una fotografía, pero yo, qué va, con esas canas pintadas y desgreñada por el viaje en yipi, me negué.

No se me olvida el almuerzo. Unos frijoles colorados riquísimos, vianda y unas masitas. Pero casi ni lo disfrutamos. Llegó uno que se llama Andrés y llamó a Macho. A los pocos minutos, mi hijo se plantó delante de nosotros. Le acababan de informar que venía subiendo una tropa por el camino de La Torcaza para rescatar a Carrasco. Juanito le preguntó dónde estaba el coronel de los casquitos y Macho le respondió: “Lo tenemos en La Lata, pero no van a dar con él. No los dejaremos”.

Nos explicó que sentía mucho lo que estaba pasando, pues él se tenía que ir a dirigir la operación: “Ustedes pueden quedarse. Aquí no, mejor más arriba. Es más seguro. Después que pase todo, los mando a buscar”.

Lo pensé un minuto y le dije: “Si tu padre quiere quedarse en el monte, que se quede. Como si se te quiere unir a ti o a Fidel. Pero yo bajo. Aquí tengo un hijo y en La Habana otros diez que me necesitan. Además, si se enteran que estamos aquí, se los van a llevar presos y capaz que les hagan una barbaridad. Tú te vales por ti mismo, aquellos no”. “Correcto, los mando de regreso”, aceptó. “Pero a los dos les digo que si los cogen presos para canjearlos por Carrasco, no lo voy a hacer”. “Nadie te pide que lo hagas, pero no te preocupes, que a nosotros nos va a ir bien”.

Le dio instrucciones a Fello de que garantizara nuestra seguridad. Este solo puso una condición: “Comandante, le pido de favor que la tropa no se faje cerca del camino de regreso. Si suena un tiro en Maffo, no doy ni un quilo prieto por la vida de su familia ni por mí”. Almeida lo tranquilizó. Fello arrancó con nosotros. Ape­nas salimos, se viró hacia el asiento de atrás: “Señora, ¿usted cree en algo?”. “Yo creo en todo”. “Pues, llame a todos los santos, que vamos por el camino de Limoncito y no paramos hasta Contramaestre”.

Nos escondió hasta que llegara la noche. Compró los pasajes de regreso y nos dijo que cuando la guagua estuviera a punto de salir, nos montáramos rápido. En la guagua nos dimos cuenta de que había unos compañeros cuidándonos, un hombre y una mujer. Parecía una pareja de enamorados. Al subir, el joven habló al oído de Juanito: “Cum­pli­mos una orden de Fello. No les va a pasar nada”.

Mire usted si yo estaba clara con lo de regresar, que al día siguiente tocó a la puerta de mi casa una mujer. Alta, achinada, con cinturita de avispa, muy arreglada. Pero en los ojos se le notaba la desesperación. Era la querida de Carrasco, quien le había puesto una casa en Los Pinos y hasta creo que le parió un muchacho. Venía con un policía.
Ya estábamos sobreaviso. La noche anterior había venido sola, y a una de mis hijas le preguntó dónde estábamos noso­tros. Esa hija mía, que es muy payasa, le respondió: “Están para Santiago”. La mujer se erizó: “¿Cómo que en Santiago”. “Sí, en Santiago de las Vegas, en el santo de unos parientes”.

Al volver con el policía, la mujer fue directa: “Quiero que me ayuden a comunicarme con la Sierra. Su hijo tiene preso a mi marido”. Respiré profundo, los miré de frente y puse cara de yo no fui: “Señora, nosotros no sabemos ni de la Sierra, ni de los Frentes, ni quién cogió a quién. Nosotros estamos igual que usted, aquí en La Habana, y no sabemos nada de nada. Averigüe para que vea que le decimos la verdad”.

Cuando se marchó, advertí a toda la familia: “No nos hemos movido de aquí en estos días, ¿entienden? De Macho y de la Sierra no se hable más ni una palabra”.

Seguimos la vida lo más normal posible, si es que se podía llamar normalidad a una si­tuación de tanto enredo. Las perseguidoras dando vueltas, las noticias de muchachos que aparecían muertos en el Laguito por una parte y, por otra, las de los rebeldes llevando la guerra no solo en Oriente sino también en Las Villas.

Yo estaba en lo mío. Rezando a las mil vírgenes para que a mi hijo no le entraran las balas. Por las noches, antes de dormir, pasaba por mi mente una misma imagen, que repetía una y otra vez como si fuera una película: la del último minuto con mi hijo en Cruces de los Baños. Abrazaba a su padre y a la niña. Y cuando me tocaba el turno, yo diciéndole sin lágrimas: “Cuídate, mijo, que no te maten. Yo quiero verte pronto en La Habana”.

(*) Sobrenombre familiar del Comandante Juan Almeida.
(**) Juan Bautista Almeida Pérez, padre del Comandante Juan Almeida.


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Luis Báez

Se han publicado 5 comentarios


troche
 12/9/14 7:57

Luis Báez, gracias por su hermoso testimonio como homenaje a uno de los mas grandes y admirado Comandante, intachable con la Patria y siempre fiel a nuestro Comandante en Jefe. Gracias Cubahora por compartirlo con los lectores. Esperaremos que muy pronto se publique el libro "Los padres de un hijo de la Patria", desde ya estoy seguro que tendrá tremenda acogida por los lectores cubanos. !!Nuestro eterno homenaje a Almeida!!!

Nancy Pesqueira Crochet desde FB
 11/9/14 13:11

Hermoso testimonio!!!

Rosalina Hernandez Valdes desde FB
 11/9/14 13:10

 Me encantaba su fase de compositor,bellas sus canciones

Noemi Leyva Velazquez desde FB
 11/9/14 13:10

 tremendo compositor

Alfredo Martinez desde FB
 11/9/14 13:09

Te recordamos Almeida. Comandante.

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