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martes, 8 de octubre de 2024

La imagen y la memoria

Las figuras de Antonio Maceo y Ernesto Ché Guevara, dos pilares de la Historia de Cuba, tienen en común algo más que haber luchado por la libertad de la patria...

Dilbert Reyes Rodríguez en Exclusivo 14/06/2014
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Enresto Che Guevara y Antonio Maceo
Estos titanes, tienen mucho que decirnos todavía, desde la talla del héroe y la altura del hombre

Hay tantos hombres legendarios, y tan pocos días en el año, que las fechas natales coincidentes entre los nombres grandes ya no pueden ser tomadas fácilmente como “interesantes caprichos de la historia”, a modo de argumento para un texto alusivo.

Sin embargo, muchas veces tales coincidencias nos revelan detalles que la subjetividad aprovecha bien; porque la interpretación no tiene límites, y de los héroes se apropia cada quien según conozca de ellos.

Con Antonio Maceo y Ernesto Che Guevara, por ejemplo, marcados en su nacimiento por la misma fecha —aunque a 83 años de distancia entre ambos—, la historia de Cuba ganó quizás la simbiosis de símbolos que más elocuentemente habla del carácter del cubano y sus luchas.

El uno, clara muestra de la estirpe guerrera, viril y cortés, bravo e inteligente, de “tanta fuerza en el brazo como en la mente”. El otro, aún sin ser nativo, personificación de todo lo universal y lo justo existente en las causas libertarias, que tantos hijos de esta tierra movió sobre las armas hasta el triunfo.

No a otra cosa, sino a una coraza gigantesca de bronce, pudiese parecernos el parto de la naturaleza con tan magníficos hombres.

De hecho, de bronce era la carne de Maceo, como de bronce el pensamiento y la actitud evangélica del Comandante Guevara. De oro no, porque brilla demasiado y es móvil de vanidad; diferente al bronce, metal modesto e intransigente, como esa casta a la que pertenecen los hombres que resultan del cultivo de la virtud.

Pregúntesele al cubano y no habrá uno que no vea en ambos algún símbolo, distante uno del otro o más cercano, encartonado o más humanizado, no importará esta vez, sino que algo representan.

Hay que parar a medirse la estatura en la Plaza de Santiago, ante el Maceo de Lescaille. No es posible llegar de visitante y pasar sin voltear la vista, ni resistir la tentación de admirar la piedra levantada tan imponentemente en un fondo de cielo azul.

Monumental. Así lo vemos desde la admiración, a la misma altura en que una llama eterna le rinde allí tributo a su memoria. Imagino que igual de gigantesco lo verían entonces, pero desde los hondones del temor, los infantes españoles que conocían su fama y lo veían cabalgar hacia ellos, cortando el aire en dos con el machete al costado, inmune al fuego cerrado de sus fusiles, sencillamente imbatible.

Ciertamente desconcierta la idea de la tanta sencillez que cabía en aquel titán de talla extra, cuando se le reconoce también en los espacios conservados de su casa natal, aún de paredes originales de cuje y adobe, que con enorme orgullo resguardan los santiagueros.

Tanto se hablado sobre Maceo desde el bronce, que es imposible ya no verlo en el metal o la roca de dureza singular. Quizás eso explique la recurrencia de monumentos y bustos en que se le ve por toda Cuba: Duaba, Baraguá, Peralejo, Mantua, una calle, una escuela, una plaza, en la repetición contundente de su epíteto por excelencia, y hasta en la pronunciación desprejuiciada y criollísima de una palabra tan fuerte al oído, que espabila en instantes de flaquezas.

¿Del Che?, ¡cuánta memoria convertida en imagen y alegoría! La iconografía tiene en su ejemplo quizás el motivo más recurrido para la reproducción. Pareciera no haber límites de formas y variantes para la foto milagrosa de Korda: telas, cristales, papeles, óleos, murales de concreto, pieles tatuadas…

La pregunta es cuánto y en cuántos ha podido esa imagen, con la carga completa de su legado intachable, traspasar de la vista al corazón, o filtrar la piel, hasta el alma, la tinta de un tatuaje, convertida en virtudes y valores practicables.   

Ha sido tanta la grafía, que nos parece poca la apropiación de lo esencial. Más que verlo es preciso leerlo todavía, para entender todas las inquietudes de su pensamiento, que por desconocimiento nos inquietan aún, a pesar de la advertencia y la lección.

Ser como el Che es una empresa demasiado grande, pero un horizonte insuperable si se quiere tomar el camino de formar hombres cabales.

De cualquier modo, la memoria no está en peligro; pero hace falta remover los incentivos para estudiarlos mejor, escucharlos, aprender de lo que fueron y cómo serían entonces ante los retos de la Cuba actual.

Estos titanes, ambos, tienen mucho que decirnos todavía, desde la talla del héroe y la altura del hombre.  


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Dilbert Reyes Rodríguez


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