Rumbo al fin de año nos llega una notición, motivo de celebración para todos los cubanos. El más robusto tronco de nuestro bosque musical, el Son, ha sido declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Y el alegrón debiera articularse, resonar y expandirse, con todas sus significaciones. Como un merecido homenaje a la creatividad y la sandunga de este pueblo. Reconocimiento a la diversidad y fortaleza de la cultura cubana. Motivo para rememorar a todos los que lo han mantenido vivo y latente, a los grandes soneros cubanos y, en especial, al maestro Adalberto Álvarez que tanto hizo por este logro.
“Este miércoles 10 de diciembre de 2025, la Práctica del Son Cubano quedó inscripta en la Lista Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, que coordina la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO)”, comienza la nota del Instituto Cubano de la Música.
La buena nueva trascendió durante la reunión del Comité de Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO, que se celebró por estos días en la ciudad de Nueva Delhi, India. Se anunciaba así, la llegada a la cúspide de una tropa comprometida; el final feliz de una escalada mancomunada de defensores e instituciones, de acciones públicas y de mucho trabajo de mesa, para presentar un amplio y enjundioso expediente elaborado por los portadores con el acompañamiento del Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, el Instituto Cubano de la Música, el Consejo Nacional de Casas de Cultura y el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural
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“Reconocido como un elemento esencial de la identidad cultural nacional, el Son en sus diferentes variantes goza de gran vitalidad en todo el país y ha extendido su influencia al mundo entero. Desde su nacimiento en la región oriental de Cuba, este género músico-danzario constituye una de las expresiones base de la música cubana, con un alto grado de hibridación de las músicas africanas e hispanas. Alcanzó su mayor auge a partir de la década del 20 del siglo pasado, con el surgimiento y desarrollo de la radiodifusión comercial. Fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación en 2012”, fundamenta la referida nota.
“Con esta declaratoria, que reafirma el compromiso del Estado Cubano con la salvaguardia del patrimonio cultural nacional, el Son se suma a otras expresiones autóctonas que integran la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO, como la Rumba, el Punto Cubano, la Tumba Francesa, las Parrandas del Centro de Cuba y el Bolero”.
Se completa, en este orden de certificaciones, el paisaje de un sustrato, que emerge como símbolo del vigor híbrido que nos distingue, que cuajó en este archipiélago de abrazos, y anda de orgullo, revoloteando en prácticas de reafirmación. De los aportes de la “Isla de la Música”, con su clave y su tresillo, al panorama sonoro del planeta. Con el primer ritmo transatlántico que unió África, Europa y América. Desde el lomerío oriental hacia el arco caribeño, desde La Habana hacia el Golfo de México. Sin él, no existirían el tango, el jazz latino, ni gran parte de la música popular actual.
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Como hemos planteados en textos anteriores, el Son ha sido la expresión musical de un sentirse cubano, del saberse/desearse distinto/genuino, que fue primero lo que le dejaban ser y florecimiento luego de un “nosotros” mulato y secular. Brotó de “abajo” y para su expansión. Para sincronizar la melaza y el crujir, para acabar de conjurar la violencia de la Plantación. En una zona de costumbres libres, de cimarronaje creativo. Al margen de las normas académicas. En el meollo de la improvisación y de la resonancia. Todo mezclándose y equiparándose. Como en abrazos sucesivos, de lo hispano y lo africano, del oriente y el occidente del país, de Santiago y La Habana, de la guajira y la rumba, de la lírica y el bullicio, del monte y la ciudad. Constituyéndose en el discurso sonoro de una utopía integradora. Terminó por juntar a los que habían separados con prejuicios y estigmas.
El Son se constituyó acá en una prueba de la resiliencia de los excluidos, de su resistencia creativa, de su persistente grito de “aquí estoy”; para el bien de todos y el goce de todos, para la sincronización en un círculo fraternal.
Brotó para confraternizar y diluir las pieles de las diferencias, con una proyección interactiva y participativa. Los bailadores rodeaban al tresero que cantaba sus sones, “un sonar de voces e instrumentos”. Con cualquier cosa se armaba una “bunga” para compartir un son (un changüí, un chivo o un sucu sucu); con un tres rústico o una guitarra, con una botella o un machete, con un taburete, una botija o una marímbula…
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Como apuntó Alejo Carpentier, gracias al son “la percusión afrocubana, confinada en barracones y cuarterías de barrio, reveló sus maravillosos recursos expresivos, alcanzando una categoría universal”. Se impuso a base de persistencia y contagiosa sabrosura, a discriminaciones de todo tipo. Fue rechazado, negado en los salones habaneros por partida triple, por ser oriental, de las clases más humildes y de origen africano. No resultó fácil, pero se coló en el alma nacional.
Todo eso y mucho más nos ha de juntar en un festejo que ha de ser, a la vez, el ritual para un compromiso: mantener al Son, en cada meneíto y en cada rinconcito; rescatar lo que pueda haberse extinguido y re-activar, en prácticas comunitarias y edificantes, su influjo integrador.

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