Por séptima vez los Cocodrilos de Matanzas se hunden en el fondo de su pantano; allá en lo profundo, heridos, sin fauces. Se fueron a donde nadie los viera en las entrañas del humedal, a esperar que termine la Serie Nacional para recibir la triste medalla de bronce, que para otros fuera de oro.
En la fauna de la pelota cubana, los Cocodrilos, de quien hace una década nadie se acordaba a la hora de repartir los premios gordos, han sido, paradójicamente, los que más se han encaramado en el podio durante los últimos años. Se han subido, pero no han llegado a la cima, y eso en buen cubano es faltarle bomba.
Matanzas, el equipo que lideró la temporada, se quedó fuera de la final. Otra vez. Unos Alazanes, campeones vigentes, no debemos olvidarlo, les pasaron por encima. El play off que parecía que iba a llegar a siete juegos, se acabó en cinco. En el campeonato pasado, ambos equipos se vieron también en la semifinal y ganó el mismo que ahora.
El lado que parecía más flaco de los muchachos de Carlos Martí, el pitcheo, se comportó con músculos de acero a la hora de los mameyes y dejó muy mal parada a una tanda matancera que parecía cincelada a mano para la postemporada con la inclusión de Frederich Cepeda.
Ni el Gallo pudo aportar mucho, ni tampoco otros que habían tenido una buena campaña. El noveno en la alienación, Eduardo Blanco, se vistió de slugger, con par de bambinazos, cuando esa tarea les tocaba a Yurisbel Gracial y Osvaldo Vázquez, y fue también sobresaliente chocador de bolas, en lugar de Ariel Sánchez, Aníbal Medina, Yorbis Borroto... Pero Blanco solo no es un equipo.
Víctor Figueroa, aunque hubiese querido, no empuña bates tampoco. Pudo mover las piezas, es cierto; pero viendo cómo jugaron, no creo que el orden de los factores hubiese alterado el producto.
Matanzas perdió, y lo digo por enésima vez, cuando no supieron (o pudieron) rematar el segundo juego, después que lo empataron a once carreras de manera espectacular. Esos juegos valen una serie, y ese lo valió. Desde entonces, Granma fue imbatible.
Esta vez tampoco la culpa es del pitcher Yoanni Yera. Fue grande en el primer partido y lo hizo con dignidad en su segunda salida, ya con la soga puesta en el cuello de los Cocodrilos y una caballeriza tirando de ella a todo galope.
La enfermedad va más allá de una baja de rendimiento, o de una superioridad de los rivales; hay que auscultar en lo hondo, en lo invisible; allí donde el béisbol es más que batear, pitchear, fildear.
Húrguese en esa área, que estos Cocodrilos, vencidos otra vez, no pueden doblar la cola ni hundirse en el pantano. A otros equipos les ha pasado igual, pienso en los Tigres de Ciego de Ávila, y la historia cambió un día.
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