El 6 de diciembre de 1945, nació en el occidental poblado de Las Martinas, un pelotero que dejó su huella en miles y miles de aficionados: Lázaro Cabrera Miranda. No hizo el recorrido EIDE-ESPA, comenzó con su terruño en eventos intrascendentes y temprano se fue a correr suerte a La Habana. Años después regresaría a su provincia para jugar con Transportes, organismo donde más trabajó, junto al pimentoso antesalista José Shueg, y otros.
Casi siempre en primera base, su capacidad defensiva no le hubiera permitido destacarse en otra posición. De fuerte complexión, no se caracterizó por conectar batazos descomunales, un experto golfeador. Los habaneros Franklyn Azpillaga y Leopoldo Hernández fueron zurdos que dominaban sin velocidad, con inteligencia; Lázaro los cazaba. Curveadores, tiradores de sliders y otros rompimientos, eran víctimas de su madero, pues no se encajaba en el home. En el dugout los observaba, sin hablar con nadie, concentrado.
Mi amigo Lázaro, a quien apodé Lachy, fue un bateador natural de buen tacto, que supo adecuarse a cualquier tipo de pitcher. Por ello implantó en la XIII Serie Nacional (1974), la marca de 10 veces al bate consecutivas conectando hits, que duró hasta la XXVIII, en 1989, cuando el granmense Ibrahím Fuentes lo hizo en 14 turnos. ¡Lázaro fue dueño de un récord fabuloso por quince años!
Lo conocí joven, cuando se enfrentaban las Minas de Matahambre y Transportes, dos buenos equipos en las provinciales. Allí Lázaro fue cuarto bate. No olvido su batazo en nuestro Ramón González Coro, a José Manuel Casquillo Martínez. Observé impávido, desde la intermedia, cómo la bola tomaba altura hacia el infinito por encima de la pizarra del center field. No todos los días se veían toletazos así en mi tierra. ¡Y no era jonronero!
Representó la provincia en quince campañas con diferentes equipos, entre Nacionales y Selectivas. Terminó con average de .280, enfrentando al fortísimo pitcheo de su época. Otra cosa fue la defensa. Si se destacó madero en mano, en la inicial dio más de un dolor de cabeza, no cambiaba bien las piernas para recibir los tiros. Torpe, un tanto distraído.
Aquel mediodía no se me olvida en el estadio del Corojo, donde años atrás se habían iniciado tres lanzadores de lujo: Pedrito Ramos, Dagoberto y Remberto Concepción. El bateador derecho dio un fuerte rolling hacia la segunda almohadilla. Me desplacé lo más rápido que pude y tiré para primera con el débil brazo. Así y todo, la bola se alojó en su espalda, todavía no estaba en posición. Peleó y me eché a reír, no era para otra cosa. Todos la emprendieron con él, que hizo su característico encogimiento de hombros.
Alfonso montaba en cólera con las cosas de Lázaro, quien se las arreglaba para hacernos trabajar a los camareros. Con la indulgencia del mundo nos pedía abarcar más espacio. Urquiola peleaba, pero le salvó centenares de flies a los que él hubiera renunciado. Como quien da una orden le decía: -- La que venga para acá atrás es tuya. -- Acto seguido marcaba un amplio espacio a sus espaldas. Veamos esta versión de Alfonso en Caballero del diamante, pp. 119-120.
Wilfredo acostumbraba a machucar la bola por segunda y por arriba de segunda, volaba bajito. Cuando vino al bate metió un machucón dificilísimo y yo le partí a millón hacia delante. –No te apures Urqui, no te apures, que es lento. --¿Cómo lento Lázaro?, si es Wilfredo Sánchez. –No, te grité porque la conexión se prestaba para eso. –Se prestaría, pero no seas abusador, chico. Para mí que él no sabía ni quién estaba corriendo. Lázaro es tremendo compañero, amigo de verdad, pero no era fácil jugando.
Cuando leyó el libro, medio en serio, medio en broma, me dijo:
Urquiola siempre se está burlando de todos, debía decir también sus cosas, como cuando se iba del terreno o del equipo y nos dejaba solos. Pero yo lo quiero mucho, él fue nuestro primer niño.
No sería fácil precisar entre ellos dos cuál tenía más miedo a los aviones, entonces se viajaba en ellos hasta Camagüey, Santiago de Cuba y la entonces Isla de Pinos. Una noche, lleno de temblores, llegó al aeropuerto José Martí. Al descender, alcanzó el clímax del pavor y se desmayó. Miguel López lo auxilió. A lo lejos gritó el jodedor Arturo Díaz: -- Llévenlo p'al comedor.
Años sin vernos. En las Minas, junto a Casanova, Felipito, Charles, Catibo y tantos otros, nos reencontramos en las honras fúnebres del mejor amigo: Miguel López. Noté la flacidez de un cuerpo enfermo; lo confirmó Juanito Castro. La diabetes se enseñaba con sus indeseadas pezuñas en la anatomía de Lachy. Nada le comenté, lloraba como un niño por la pérdida del amigo. Y recordé aquella noche otoñal de 1971, cuando el Vegueros se desplazó hacia Viñales para acompañar a Miguel por la pérdida temprana de su esposa. Nadie gestionó más la desvencijada guagua.
Un tiempo después nos vimos en la Casa de Oficiales de las FAR, en la Peña "Comandante Pinares". Ni siquiera bebió un sorbo de las cervezas que no perdonaba antaño. La enfermedad continuaba haciendo de las suyas. Poco después supe de ingresos, amputaciones y el resquebrajamiento de la salud. En más de una ocasión lo llamé a su casa de La Habana.
Y este 10 de septiembre del 2016, no por esperada, la noticia en boca de Pepe Chirino me impactó. Reducido por amputaciones derivadas de la cruda diabetes, falleció en el exterior junto a su familia. La vida le deparó unos últimos años difíciles, a aquel cuya voz no acompañaba a la fuerte anatomía, que jaraneaba con todos, era descuidado, medio noctámbulo y buen compañero.
Lázaro Cabrera Miranda fue un amigo, un buen amigo, a quien habrá que recordar siempre con apodos para todos, de mirar profundo y frases exactas en el lugar exacto, sentenciantes con una especial dosis de ironía que iban como dardos al centro de la diana.
Con él se nos fue el inicialista insigne de las primeras Series Nacionales, el hombre a quien cualquier corredor deseaba tenerlo en el home plate, quien impulsó más carreras de las que anotó, cuya capacidad para enviar la bola entre los jardineros le permitió 28 triples sin desplazarse con rapidez, que acumuló a la defensa un excelente .991, a pesar de no ser un buen defensor; paradoja inexplicable.
En fin, la pérdida de Lázaro, aunque casi no se le mencione por los medios, deja un vacío inmenso. Habrá que recordarlo como un hombre genuino y fiel, amante de la vida, aunque le haya reservado una mala pasada.
Ahora, en la inmensidad, jugará con Miguel y con Salgado, se reirá con las cosas de Jalisco y Chiche el cátcher, aceptará un trago de Raúl Martínez, de Roilán o de Arturo. Ellos y tantos otros, hombres de carne y hueso que todo lo dieron por elevar nuestra pelota, están en la galería eterna de los héroes vueltabajeros del béisbol.
Hasta siempre amigo.
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