viernes, 26 de abril de 2024

Reflexiones abiertas sobre el Premio Nacional de Teatro

El Premio Nacional de Teatro 2020 tiene dos nombres: Zenén Calero Medina y Rubén Darío Salazar...

Vivian Martínez Tabares en Cubasí 14/07/2020
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premio nacional de teatro
Zenén Calero y Rubén Darío Salazar acumulan méritos más que sobrados. (Foto tomada del perfil en Facebook de Rubén Darío Salazar Taquechel)

Hay un valor humano llamado ética, que conforman normas y costumbres. Orienta la conducta individual y el comportamiento moral en comunidad, y protege la sanidad y el equilibrio de nuestras relaciones interpersonales y a mayor escala. Al distinguir entre el bien y el mal, es primordial en cualquier ámbito de la vida, y en lo profesional refuerza decisivamente otros valores más específicos, es decir, que suma o resta.

Como escribió recientemente Norge Espinosa para abrir un enjundioso texto en esta misma revista: “Tras un intenso fogueo de criterios, opiniones, debates, intercambios acalorados y otros más razonados, ya puede proclamarse el Premio Nacional de Teatro 2020. No uno, sino dos ganadores, son los que en esta ocasión aparecen en esta noticia: el diseñador Zenén Calero Medina y el director, actor, dramaturgo e investigador Rubén Darío Salazar”.

Primero, saludo con enorme regocijo, la elección realizada por el jurado del Premio Nacional de Teatro 2020, integrado por la actriz Verónica Lynn, el actor Carlos Pérez Peña, el director Carlos Díaz, el dramaturgo y director Gerardo Fulleda León —todos Premios Nacionales de Teatro— y la diseñadora escénica Nieves Laferté. El dúo elegido hace rato que es, para mí, una excelente opción —y lo escribo como crítica que ejerce regularmente su opinión y es asidua a las salas y teatros, al tanto de casi todo lo que pasa—, porque más allá de gustos o preferencias —y a mí me gusta mucho su trabajo, mucho he escrito sobre él y volveré a hacerlo cuando baje la ola—, sus trayectorias profesionales y su incansable empeño en crear belleza para la escena, con frecuentes estrenos y numerosas iniciativas, los respaldan. Y si alguien no lo sabe, puede consultar sus currículos, visitar la Sala Pepe Camejo y la Galería El Retablo, en Matanzas, o esperar una de sus regulares visitas a la capital o en gira por la Isla, tan pronto la situación sanitaria lo permita.

De vuelta al referente del inicio, para ser clara, explico que en la primera parte, el crítico se refiere a la debatida posibilidad de espaciar la entrega de los premios, alternando cada dos años el teatro y la danza, que fuera inicialmente propuesta por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas, y luego de amplia discusión con críticos y artistas, en la que se defendió mantener ambos cada año, la institución rectificó de buen grado y en breve plazo abrió una nueva convocatoria, adecuada a la realidad del teatro y tomando en cuenta la experiencia de 21 años de entrega del Premio, con brillos y manchas. Hasta ahí todo bien, a mi juicio. Pero, lamentablemente, no contentas con un proceso en camino de perfeccionarse desde la voluntad de muchos —sería utópico en extremo decir que de todos—, algunas personas por distintas vías impulsaron campañas voluntaristas, que lejos de ayudar a la limpieza del acto —que es cultural y artístico, tiene trascendencia social y afecta a respetables profesionales—, lo empañaron, a punto de malograrlo.

Un Premio Nacional siempre debe corresponderse con los mejores valores artísticos, constatables en resultados. Y si no debe aferrarse a cuotas geográficas ni sectoriales, tampoco puede ser resultado de alharacas voluntaristas ni pretensiones personales. Menos del uso arbitrario y festinado de los espacios públicos para servirles de plataforma parcializada a esos modos. Hay artistas en juego y valores éticos. Lo más lícito sería seguir trabajando juntos por afinar los métodos de proponer, nominar y seleccionar, y mientras esto se perfecciona, acatar el resultado con derecho a la opinión especializada y ética que lo acompañe, porque también el Premio y los modos de llegar a él revelan equilibrios y padecimientos del teatro, y pueden servir como el síntoma que reclama los cambios que lo hagan mejor. El consenso se logra, sobre todo, con respeto y capacidad de aceptar las opiniones distintas. Independientemente de que, en cualquier selección cualitativa siempre la subjetividad tiene un peso enorme, lo que puede hacer el resultado discutible desde alguna perspectiva, hay indicadores objetivos y medibles, datos factuales, que también cuentan.

Existen otros premios, creados para estimular el esfuerzo y la entrega sostenida al trabajo, que también deberían valorarse mejor, y hay tela por donde cortar. Existen espacios profesionales, académicos y periodísticos, que permiten ponderar y ejercer la crítica en su integralidad en torno al quehacer artístico con criterios fundamentados, que pueden y deben aprovecharse más.

Para aterrizar en los hechos, Zenén Calero y Rubén Darío Salazar acumulan méritos más que sobrados —espectáculos en activo con resultados notables, premios y reconocimientos individuales y colectivos relacionados con su quehacer, han sido incluidos en la programación de prestigiosos festivales nacionales e internacionales, expanden sus oficios a la reflexión y el magisterio—; fueron nominados por muchos proponentes —aunque sería bueno hacer público por cuántos—, y lo habían sido en ediciones anteriores del Premio en más de una oportunidad. Aunque ya no son oficialmente jóvenes, cuentan aún con potencialidades ciertas, y están, hoy por hoy, trabajando a plenitud, lo que no es novedad ni fiebre pasajera en su caso. Lo anterior respalda la decisión soberana del jurado. Y es lo que les ha hecho merecedores del Premio, no la fanfarria ni las presiones indecorosas en torno, las mismas que enrarecen el ambiente teatral y provocan reacciones dolidas de otros, no tanto por la decisión en sí ni contra los premiados, sino por el mal sabor que deja —en todos— la improductiva bulla, con su matiz de imposición desafiante.

Me gustaría que, como norma, el Consejo Nacional de las Artes Escénicas diera a conocer antes de las deliberaciones del jurado la lista de artistas nominados —que, debe aclararse también, no son todos los propuestos sino una selección de ellos—, con la salvedad de que podría consultárseles a cada uno si están conformes con que se haga público su nombre, como requisito imprescindible para figurar en la preselección, pues está claro que si alguno prefiere quedar en el anonimato, podría retirarse a tiempo. La transparencia fortalecería el Premio, reveladora de matrices de opinión que circulan entre los artistas, organizaciones e instituciones invitados a proponer candidatos. Serían elementos útiles para detectar y debatir abiertamente sectores y nombres más o menos relegados y para tomarlos en cuenta en el ejercicio de la promoción y el desarrollo cotidiano, no solo del Premio. Y todo ello enriquecería una cultura del diálogo de la que estamos cada vez más necesitados.


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Vivian Martínez Tabares

Crítica e investigadora teatral, escritora, editora, profesora e investigadora cubana. La Habana, 1956. Secretaria General del Centro Cubano de la Asociación Internacional de Críticos de Teatro (AICT). Es miembro de la comisión de especialistas de la Facultad de Artes Escénicas del ISA desde 1998, del Consejo de Dirección de la Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe, del Consejo Asesor de la Editorial Letras Cubanas y del Festival Internacional de Teatro Latino de los Ángeles. Ha publicado los títulos: Teatro por el Gran Octubre; José Sanchis Sinisterra: explorar las vías del texto dramático; y Didascalias urgentes de una espectadora interesada.


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