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lunes, 9 de diciembre de 2024

Ni violencias, ni fincas: cultura para emancipar (III)

El reparto no se va a extinguir porque viremos la cara o lo censuremos…

José Ángel Téllez Villalón
en Exclusivo 27/06/2024
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reparto
Lo que se dirime es cuál subjetividad gana a cuál, si la del ser o la del ostentar. (José Ángel Téllez Villalón / Cubahora)

De nadie es toda la culpa de lo que aconteció en las afueras de la Finca de Los Monos. Como en ninguna “finca”, teórica o institucional, está la solución o el agenciamiento de las disímiles causas y condiciones que propician hechos tan reprochables, o la posibilidad de revolucionar la marginalidad o el consumo acrítico de mercamusicas que socializan violencias simbólicas, entre otros males.

En tanto analizamos, y reflexionamos sobre, comportamientos orientados y condicionados por subjetividades. Un proceso de semiotización, de creación o reproductor de sentidos, se conjuga con otro, lo neutraliza o acelera; según el medio ambiente en que discurre, por los gradientes en que circula, por las   derivaciones sucesivas- y también rizomáticas- de procesos causales y condicionantes.  

Una verdad que no ha de contenernos, ni conducirnos hacia el pesimismo ni a la inoperancia. Urge actuar, como reconocer que hemos hecho muy poco. Y no se han articulado las acciones ya en marcha, desde los ministerios o las organizaciones políticas y de masas. De muchos, de casi todos, es la responsabilidad, de diagnosticar y trasformar.

Ni el reguetón ni su variante local, el reparto, se van a extinguir, porque viremos la cara, o se estigmaticen a sus exponentes. Porque se censuren o no se le vea por la TV. Querámoslo o no, ha devenido en la música más popular y bailada del momento, por grandes masas de jóvenes y no tan jóvenes, hasta en las zonas rurales del archipiélago. Lo reconocen los defensores de la música “popular bailable”, que han terminado colaborando con las figuras más escuchadas del género.

Lo peor de esta variante urbana, no es lenguaje misógino y soez que  como tendencia lo caracteriza, sino lo  funcional que resulta a la (re)producción de subjetividad capitalística, al sistema de significación dominante en el sistema-mundo donde la Cuba irredenta palpita. Como una subcultura popular masificada y en consecuencia produce individuos serializados, modelados y alienados por el consumismo y las ansias de lucro.

De ahí, que “el rey del reparto” proclame sin vergüenza: “Yo no soy Chocolatín, soy chocolate Nestlé”. Que Yotuel intente vender el cambio de régimen proyectando un Lombarghini en Varadero. O Ja Rulay-sin plena  conciencia  de a quiénes sirve- repita una y otra vez en su Instagram: “Parece que andamos allá y estamos aquí. Dejen la bobería, ni ustedes allá andan así”, comentando su  imagen con un rollo de billetes o frente a su “deslumbrante” auto.    

Recordemos que el reguetón fue primero importado, copiado y después aplatanado, conservando el “blimbineo” y la especulación, su neolengua vulgar y su machismo. Ya masificado, después que la industria, interesada en maximizar ganancias, se apropió de una contracultura caribeña y boricua, para subvertirla, con un mensaje estético completamente distorsionado, con (anti)valores que condicionan el gusto y el deseo, unas formas de ver al mundo y de comportarse.

Un trabajo intencionado de enlatado y modelización, con el que se fabricó un producto simple, pegajoso y repetitivo, hecho a bajo costo, defendido por pobres que quiere ser millonarios. Que había dejado de exponer la realidad social de los guetos puertorriqueños, para de manera elemental terminar posicionando un modo de baile, “el perreo”, un modo de nombrar  y de connotar las relaciones (de pareja, sociales, económicas...), de temporalizar los fenómenos circundantes y de significar la violencia.

Llegó masificado y continuó el proceso de masificación aquí en nuestros barrios desfavorecidos, en nuestras bolsas de marginalidad cultural. Comunidades que no están aisladas de la cultura dominante en el Globo, hegemónica en Miami y San Juan; más conectadas con el sistema maquínico de las redes sociales  virtuales y con las capitalísticas industrias del entretenimiento que con nuestro alternativo sistema de producción de subjetividades. Un sistema limitado, por cuestiones económicas, por la falta de  coordinación y por la inconsciencia e inconsecuencia de demasiados directivos.

Como repetía Félix Guattari, la “cultura de masas produce individuos; individuos normalizados, articulados unos con otros según sistemas jerárquicos, sistemas de valores, sistemas de sumisión: no se trata de sistemas de sumisión visibles y explícitos (...), sino de sistemas de sumisión muchos más disimulados”. Una sumisión placentera, empaquetada de modernidad y novedad tecnológica.

El Capitalismo al producir instrumentos como los reproductores de música como las walkman, los mp3 o los móviles inteligentes, inventa “un universo musical, otra relación con los objetos musicales”, inventa una nueva percepción que conecta al que escucha  con las instancias psíquicas que definen la manera de percibir el mundo, con las grandes máquinas productoras de marcas y de ansiedad, con las poderosas máquinas de control social. La música no es para celebrar en comunión la buena cosecha o el nacimiento de un niño, sino para el disfrute individual. Yo decido lo que escucho, sin filtros, sin obstáculos externos, sin límite alguno, sin el límite –incluso- de la decencia o del respeto al derecho ajeno.

Los mandamases de la industria, al tolerar y promover esta música tan vulgar y banalizadora, no hacen más que instrumentalizarla en función de su intereses, para la “culpabilización” y la infantilización del “rebaño”; para maximimizar, en definitiva, su “plusvalía de poder”. No solo el poder sobre los objetos culturales, o sobre las posibilidades de manipularlos- advertía Guattari-, sino también un poder de atribuirse determinados objetos y conductas, como signos distintivos en la relación  social con los otros, como distingos de superioridad.

El individuo consumidor de esta música es masificado y registrado como “inferior”, serializado con determinados estigmas, tatuados con una forma de hablar y de bailar,  que los colocan  abajo en la escala social y política. Que lo marcan y califican  como incapaces de decidir por ellos mismos o de ser elegidos para representar a los demás. Difícilmente se verán por las redes a los hijos de los CEOs de Universal  Warner, “perreando” en una discoteca. Se asientan así, marcos de referencias, sistemas de escalas para discriminar y disciplinar.

La infantilización que se manifiesta con el lenguaje cada vez  más reducido y elemental, con canciones con dos o tres acordes y muchas onomatopeyas, es también funcional para asentar la dependencia con los de arriba, los que más saben, los que han llegado al poder de cortar el pastel.

Operaciones con saldos diversos para la elite capitalista y en distintos niveles de  sociabilidad de las grandes  masas consumidoras de sus mercancías, de sus símbolos y narrativas. En los países capitalistas y en el nuestro, donde se dirime qué  subjetividad gana a cuál, si la del ser o la del  tener y ostentar.  

La subjetividad es producida por agenciamientos de enunciación, pero no únicamente del tipo discursivo o consciente, pasan además por niveles semióticos heterogéneos y microestructuras significantes, por la  sensibilidad y la percepción, por la memoria y las expectativas, por las relaciones sociales y por las sexuales. No es solo cuestión de la representación, sino también de   modelización de los comportamientos y de las relaciones interpersonales.

Que el reparto que más suena acá, no toque lo político, en discursos de “Patria Vida” o de “Abajo la dictadura”, no ha de interpretarse como que es neutral o no tóxico para los imperiosos procesos de singularización ética, estética y política. Cuando se trata de emancipar al hombre, de superar la agresividad del mono.

 


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José Ángel Téllez Villalón

Periodista cultural


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