jueves, 25 de abril de 2024

Brasil sale de la inercia (+Video)

Las manifestaciones callejeras en Brasil exigen ahora transparencia al gobierno de Dilma Rousseff sobre gastos públicos, castigos a los corruptos y disposiciones para resolver problemas sociales. La presidenta convocó urgente a Consejo de Ministros...

Clara Lídice Valenzuela García en Exclusivo 21/06/2013
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Protestas en Brasil
Más de una semana después del inicio de las protestas, el movimiento popular no da tregua.

Las manifestaciones callejeras que movilizan a miles de personas en al menos once importantes ciudades brasileñas desde hace más de una semana ha cogido por sorpresa al gobierno de Dilma Rousseff, pues los políticos no sospecharon que un aumento de 20 centavos en el transporte urbano despertaría una ira popular de tal envergadura que se conoce por qué comenzó, pero sin asomo de cuándo y bajo qué condiciones concluirá. 

Los analistas coinciden en que las movilizaciones lideradas por movimientos estudiantiles en un principio —como Pase Libre, que plantea la gratuidad del pasaje para el sector— es una explosión significativa de un segmento poblacional inconforme con la política de gastos gubernamentales enfocados en los últimos años a los Juegos Olímpicos Río 2016 y la pasividad ante la corrupción administrativa y política, sin la toma de una posición oficial al respecto.

Según la Fundación Instituto de Administración para el Ministerio de los Deportes (FIA), los Juegos Olímpicos representarán una inversión de catorce mil millones cuatrocientos mil dólares previstos en el Proyecto Olímpico. Las inversiones serán responsables de una  inclinación en la economía brasileña de cincuenta y un mil millones cien mil dólares en total. Como beneficio, las obras generarán un aproximado de ciento veinte mil empleos.

Hasta ahora, la población se mantenía al margen del desgaste que el gobierno consideraba necesario para mantener su megalomanía de nación emergente, miembro del grupo Bricks, capaz de organizar unos Juegos Olímpicos, no importa el costo y a pesar de la violencia urbana generalizada en el país, donde en la mayoría de los Estados el narcotráfico mantiene gobiernos paralelos.

Los últimos acontecimientos han movido al gobierno de Brasilia y Rousseff —con una caída de popularidad del 63 para el 55 por ciento de marzo a junio— está obligada a hacer una lectura política de las actuales protestas, que posiblemente se conviertan en una tendencia de mantenerse la actual posición del oficialismo. Tampoco debía olvidar que fue silbada en la inauguración de la Copa de Confederaciones hace pocos días y esa es una pésima señal de repudio.

Aunque la presidenta ha restado importancia a las acciones —las que tilda junto a sus Ministros de expresión de la democracia— los analistas aconsejan que debía tomar en consideración dos aspectos: que los movilizados son mayoritariamente jóvenes que exigen reformas, y que hay una evidente toma de conciencia sobre situaciones recurrentes en una nación donde la gran mayoría del pueblo parecía alejado de las cuestiones políticas, adormecido entre el fútbol y el samba.

Hay que profundizar en las razones que movieron solo en Río de Janeiro a 300 mil personas este jueves, mientras más de siete mil policías militares trataban inútilmente de detener las marchas. Una multitud que se traslada y que este miércoles tomó las vías de Niteroi, localidad marina unida a Río por un puente de once kilómetros cerrado por la policía para evitar la llegada de más manifestantes. No obstante, los movilizados tomaron la estación de barcas y llegaron a Niteroi atravesando la bahía de Guanabara.

LA GENTE SE CANSA

Brasil ha tenido un crecimiento económico importante y hoy se sitúa en el sexto puesto entre las economías del mundo. Es una nación de ocho millones de kilómetros cuadrados con enormes potenciales en recursos naturales, casi ciento noventa y cinco millones de habitantes, y aunque en los tres últimos mandatos encabezados por el Partido de los Trabajadores (PT) fundados por el ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva, se logró sacar de la pobreza a treinta y cinco millones de ciudadanos, aún quedan otros dieciséis millones en esa situación.

Gracias al alza vertiginosa de su economía, la clase media baja brasileña creció en los diez últimos años y en el 2012 comprendía a ciento cuatro millones de personas.

Sin embargo, la poderosa maquinaria económica brasileña no ha logrado eliminar la disparidad en la distribución de la riqueza nacional, con una diferencia marcada entre ricos, clase media alta, baja, y los pobres, la mayoría de estos últimos viviendo en barrios marginales o favelas, donde se enseñorea el narcotráfico cuyos capos, sin embargo, se ubican en lugares selectos de la sociedad, residen en sitios lujosos, y se codean con los políticos.

Los gobiernos petistas tienen varias asignaturas pendientes con su pueblo. Aún permanece la lucha por la reforma agraria, mientras millares de campesinos sin tierras y sus familias ocupan los terrenos baldíos o sobreviven en las orillas de las carreteras sin acceso a las mínimas condiciones de vida.

La salud pública es indigna en Brasil. Los hospitales públicos son un desastre, carecen de equipos modernos, e incluso de médicos. Es común que los enfermos fallezcan antes de ser atendidos en los cuerpos de urgencia.

¿Qué reclaman los indignados de Brasil?

Hay un punto de confluencia en las protestas que comenzaron en Sao Paulo, el estado más industrializado de Brasil y se extendieron  por el resto del  país, algo sin precedentes desde la impugnación al presidente Fernando Collor de Mello en los años 90. Los indignados se adueñaron de las calles, allanaron sedes gubernamentales, intentaron penetrar en el Congreso Nacional en Brasilia, y otros importantes puntos políticos, pero sin usar armas.

En las expresiones de protestas  además de la reducción del precio del transporte —medida que ya han tomado numerosos Estados, el primero de ellos Sao Paulo— hay una reivindicación común que se sumó a la primera: acabar con la corrupción política y administrativa, administrar el dinero público con transparencia y priorizar por los gobiernos estaduales y municipales las cuestiones que afectan cada día al ciudadano común, como la salud, la educación y la vivienda.

Es significativa la actitud de la Policía Metropolitana en los distintos escenarios: golpes, gases lacrimógenos y detenciones, la que recibe el rechazo social y el de la Ministra de Derechos Humanos, María del Rosario, quien dijo que la actuación de los uniformados “debe ser proporcionar y garantizar la manifestación de la sociedad democrática y pacífica”. Muchos recuerdan la represión durante los llamados años del plomo, durante el período dictatorial-militar, hasta 1985.

A lo interno, esta nueva experiencia que experimenta Brasil es considerada una llamada de alerta para el gobierno de Rousseff, que se plantea como una de sus prioridades las megaconstrucciones deportivas, —la reforma del estadio Maracaná costó ochocientos millones de dólares— desoyendo, según el reclamo popular, necesidades vitales.

Existen y son conocidas las acusaciones de distintos sectores del superfacturamiento de las obras de los estadios para la Copa del Mundo. El dinero que sobra para la construcción de los llamados “elefantes blancos” falta en la construcción de hospitales o de sistemas de transportes que faciliten la vida de la ciudadanía.

En ese sentido, la titular de los derechos humanos, afirmó que “todo el gobierno está orientado a interpretar esas manifestaciones y percibir que debe empeñarse más por la calidad de vida y por el enfrentamiento a la violencia”.

Más de una semana después del inicio de las protestas, el movimiento popular no da tregua ni se detendrá, según expresan algunos improvisados voceros.

Todo indica que aún sin un liderazgo definido, pero con una evidente organización interna, los indignados de Brasil le están recordando a la partidocracia local que los tiempos que soplan en la región suramericana son de cambios estructurales, no de curitas políticas para resolver los graves problemas aún existentes en —como proclaman— “el país más grande del mundo”.


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Clara Lídice Valenzuela García

Periodista


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