viernes, 26 de abril de 2024

Pedro Juan, rey sin corona de La Habana

La narración en manos de este autor recorre los pasillos oscuros de la soledad, el vitalismo y la mirada incisiva...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 28/03/2018
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Pedro Juan-narración
los libros de Gutiérrez son eso, vida pura, sin adulterar

Pareciera que nos construye un universo paralelo, pero no, él está ahí y atisbando desde cualquier azotea de Centro Habana, el Viejo Loco, que sobrevivió los años posteriores al periodismo con una máquina de escribir y cualquier tipo de trago. Ya no se sabe dónde comenzó el artista y terminó el hombre, sino que, en la urdidumbre y la comezón de una era, él alcanza los más altos números literarios, se convierte quizás en best seller, muy a su pesar. Porque quienes lo leemos, sabemos que él, Pedro Juan Gutiérrez, prefiere ser un marginal y en mucha medida lo sigue siendo.

Pudiera tildarse su atmósfera de reiterativa, también de densa o pesimista, de poco razonable, pero no se le puede pedir otra cosa a quien escribe desde la libertad de estar al margen y disfrutarlo, de ese que si conoce el éxito lo sabe ajeno, que prefiere lo maloliente, que desconfía de los salones y las recepciones. Se trata del hombre de verdad, de ese ser minimal, esencial, existencial, mínimo. No conoce grandes reglas o se hace el que no las conoce, porque en la práctica no hay nada lógico, de ahí que lo reiterativo sea prudente, arte, cuento, novela, máscara, validez.

Ya en su éxito “Trilogía sucia de La Habana”, el autor nos marca un decurso a seguir entre las peripecias de su álter ego, el clásico pillo de la cotidianidad, el lazarillo que en medio de innumerables crisis se las arregla para buscar la mínima felicidad, y en ese minimalismo muchas veces reiterativo se hunde el hombre a quien muchos llaman Bukowski cubano. No hay imitaciones, si en el norteamericano Los Ángeles es una ciudad repleta de maldad y de lujuria y dinero y exclusión, La Habana en manos de Pedro Juan resulta algo así como un extraño y sórdido sitio que por alguna razón cayó de plano sobre la mesa del escritor, y este sin más la plasma y la vive.

Los demás, los que podemos llamar personajes de fondo, también están al margen de un eco social donde prima el choteo y a veces una ramplonería que da grimas, pero que trasmite la vida en su esencia, en su dolor y su risa; los libros de Gutiérrez son eso, vida pura, sin adulterar y como la existencia misma a veces pueden resultar entidades detenidas donde en apariencia no suceda nada. La genialidad está allí, en el estar narrando sobre el vacío, sobre una azotea en la que habita la soledad y el autor y quizás debajo algún escándalo de barrio. La Habana real, la de los emigrantes del interior y la de quienes siempre la vivieron está allí en esas líneas enrevesadas del pequeño dios de la escritura, ese que no aspira al panteón de lo alto y que está sin embargo en él.

Sin que se hable necesariamente de ese tópico, está el carnaval como omnipresencia en la vida de este alter ego narrador, o sea, la inversión de los paradigmas o su crisis, postulados muy típicos de la llamada posmodernidad, que tiende a verlo todo desde el calidoscopio y el dialecto, o sea, que para Pedro Juan la vida no es dialéctica, sino a veces circular, a veces hecha pedazos, a veces detenida y a veces no es. El carnaval reside en ese estallido de fiesta que se nota constantemente en los personajes, donde hasta lo más alto queda de cabezas, en una locura desenfrenada que se propone mostrar la otra cara de la sociedad. Ya en sus estudios sobre la cultura popular del medioevo Mijaíl Bajtín advirtió que era en los días de jolgorio cuando se coronaba al rey (un antirrey) y se le paseaba por toda la ciudad envuelto en frutas podridas y pedazos de tela.

Ese Rey de La Habana, sin corona por demás, nos recuerda otro clásico que se sirve del cronotopo del carnaval, el cuento de Poe “El tonel de amontillado”, donde un atribulado ser se venga de manera burlesca y fatal de un viejo enemigo y basa su fechoría precisamente en enmascarar la muerte con el convite al vino y la alegría, en medio de los aristocráticos carnavales de Venecia. La mayoría de los autores que escriben desde el paradigma invertido y fraccionario lo hacen en ese olor a sentir rancio, en el caso de Poe se entiende que un autor que gana sólo un puñado de dólares por su mejor poema “El cuervo”, invente un cuento sobre the revenge o, como se dice en Venecia, la vendetta. Para Pedro Juan se trata de su pérdida del status que gozó antes como periodista, de hombre matancero emigrado a La Habana y soñador, que de pronto pierde todo, divorciado no tiene otra cosa que ruido, una máquina de escribir y pocas esperanzas.

¿Estamos ante el verdadero hombre de la historia? Quizás sí, recordemos que el devenir no tiene leyes y como dijera el loco de Turín, Nietzsche, “no existen hechos, existen interpretaciones”, de manera que la realidad o la verdad, como se la llame, no es otra cosa que un campo en constante movimiento, cuyas leyes impredecibles aún se empeña el hombre en estudiar. La verdad está en la guerra y en el carácter resistente de los personajes de Pedro Juan, mulatos y bebedores de ron que no obstante el ostracismo se comprometen a ser libres y felices y de hecho lo son, alejados del gran mundo del glamour. Uno siente que el autor no podría estar fuera de esa patria achacosa que refleja y de hecho, lo vemos regresar una vez y otra a La Habana, para amarla tal y como es.

A veces ese rey sin corona que está en medio del carnaval extraña los años mozos y de abundancia, pero se percata de que en efecto, la vida no reside en pompas predecibles y prefiere el arrojo y la máscara del arte como formas esenciales de vida. Sin la crisis, sin el abismo, no hubiera narración, porque el relato se alimenta de las oscuridades, de aquellas zonas que salen a la luz el día del carnaval, de la inversión de los valores, de lo podrido que había en la Dinamarca de Hamlet o de las divagaciones de Raskolnikov en “Crimen y castigo” en torno a los valores occidentales que declaran a un hombre un genio o un loco. En tal sentido, el viejo loco, Pedro Juan Gutiérrez, nos ha entregado un pedazo de nuestra visibilidad en estado puro, si bien fragmentario, trozo de la verdad cubana que es hora ya de estudiar y sacarlo quizás por un momento del manto y los recovecos del carnaval, para que luzca su verdadera corona.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación

Se han publicado 1 comentarios


Mario
 28/3/18 9:57

Si hay mundos paralelos

y gente que vive en varios mundos,

y otros que no salen del suyo.

Recuerdo que a principios de los ochenta, salí de una reunión de trabajo (soy historiador) pasada la media noche y esperé un ómnibus en el Parque Central. Ese día me quede consternado, vi gente que eran verdaderos murciélagos ¿o vampiros? Individuos que jamás había visto en La Habana. Ellos pasaban por mi lado sin verme, sabían que yo no era de ese ambiente, solo por mi vestimenta.

No había que indagar para saber quiénes eran y a que se dedicaban. Es el mundo de Pedro Juan que ya existía lo que el Periodo Especial los desinhibió.

 

Le guste o no reconocerlo a algunos, hay estamentos sociales incluso en la Cuba, socializada a la fuerza.

Nadie puede obligarme a ser amigo de quien no deseo. Algunos seres humanos nos repelemos incluso sin saber porque.

Es la experiencia de “este me cae mal”.

Pedro juan me lo impuse como lectura obligatoria. Ya se quién es y cuál es su mundo y no lo leeré más.

Su mundo no es el mío y esa Cuba para mí no existe ni antes ni después. Porque hayan muchos cerdos yo no tengo que serlo.

 

Yo no digo malas palabras aunque todos las usen.

Yo tengo una ética y ella es mi trinchera.

Yo he pasado sobre la inmundicia humana sin embarrarme, como decía José Martí al hablar de los horrores del presidio político en Cuba (véase Police Verso).

Porque el mundo de Gutiérrez no es nuevo, siempre ha estado ahí, ya lo vio el Apóstol en la cárcel con dieciséis años y todo aquello le resbaló.

No le temo al mundo de Pedro Juan, pero no lo incorporo a mi vida.

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