viernes, 29 de marzo de 2024

Junto a García Márquez en La Habana

Pudiera escribir mucho sobre Gabriel. Él me dejó como herencia una entrevista enorme, un libro que escribí en su homenaje y las enormes enseñanzas de una persona que supo ser amigo de una sencilla periodista cubana...

Clara Lídice Valenzuela García en Exclusivo 17/04/2014
5 comentarios
muere García Márquez
El Premio Nobel de Literatura falleció a los 87 años. (Alejandro Fabregas Pombo / Cubahora)

Resulta difícil escribir estas líneas sobre Gabriel García Márquez. Se murió y duele, porque la última vez que lo vi en televisión pensé, está ancianito, pero sigue varonil y galante con su rosa amarilla de siempre en su traje de cumpleaños. Como si fuera a vivir para siempre. Duele su ida porque aunque no hubiese sido el mayor escritor de la literatura latinoamericana del siglo XX era un ser humano excepcional.

Su porte de gran señor, su sencillez de quien fuera pobre antes de millonario, su peculiar manera de vestir tan combinada y siempre en la solapa su rosa amarilla –era un supersticioso tremendo y esa flor le traía tan buena suerte, que nunca la quitaba de un florero colocada en la mesa donde escribía-, su amor espléndido por la música vallenata, sus recuerdos exagerados del Caribe colombiano convertidos en palabras. Su riquísima vida de periodista antes de ser narrador. Siempre con un método infalible de conocer hasta el último detalle de un hecho antes de plasmarlo en un párrafo.

De ello podría hablar, y de hecho lo hizo conmigo, su mentor Alfonso Fuenmayor, a quien Gabriel encomendó cuando escribía El General en su laberinto que viajara a Santa Marta y observara desde la ventana del cuarto que ocupaba El Libertador Simón Bolívar, qué era lo que él veía desde ahí y se lo detallara.

Conocí a Gabriel hace más de 20 años gracias a la presentación del Comandante William Gálvez en la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, con sede en La Habana. A William se le ocurrió de momento. “¿Y por qué no entrevistas a García Márquez?"

Sabía de antemano que no me la daría pues Gabriel no querría hablar jamás con una periodista de Prensa Latina, de donde había sido despedido gracias al sectarismo desatado en 1961 en esa agencia de noticias, dejándolo con su esposa e hijos tirado y sin dinero en Nueva York donde era corresponsal. Él le hizo la cruz a Prensa Latina y yo respetaba esa decisión, pues en su caso habría actuado de igual manera.

Le dije la verdad y realmente hubo empatía de profesionales. Le jugué una treta, engañándolo con la promesa de que la agencia jamás transmitiría un vocablo por los teletipos de agencia, que la publicaría en Bohemia. Lo hice en la revista, pero también se transmitió por Prensa Latina y con su consentimiento. Nadie después de mí logró entrevistarlo en Cuba. Quizás ese sea el mayor honor de mi carrera.

Nos pusimos de acuerdo, y comenzaron poco después de esa noche de Festival de Cine, una serie de conversaciones con Gabriel en la residencia que ocupaba en La Habana, en noches invernales y de luna llena. Siempre aparecía como el personaje que era, en la sala blanca de su hogar improvisado, y antes de comenzar me hacía cuentos, muchos cuentos que involucraban a muchas personas. Como aquellos días en que aparecía en su casa su amigo Fidel (él jamás usó el apellido) registrando en el refrigerador para ver qué podía comer,  y él le decía a su esposa Mercedes: “Pero mira en que lío nos va a meter Fidel si le cae mal el queso”, su opinión de la prensa cubana, sus hábitos musicales, que podían ser muy refinados, pero que quedaban a un costado cuando de música vallenata –nacida en Valledupar- se trataba.

O sus quejas porque en Cuba le habían pagado 19 mil pesos por derecho de autor, lo cual para él resultaba ganancia inútil. Me miraba e interrogaba como un niño desvalido: ¿“Y yo qué hago con tanto dinero que no vale nada fuera de Cuba”?. Claro que le di muchísimas opciones para que se volviera a México sin un centavo. La primera de ellas que en este país poca gente lo había visto en persona y él no tenía por qué decir qué era colombiano.

Él me decía, si voy a pagar gasolina, pues tiene que ser en dólares; si ceno en algún sitio, en dólares; y así me ponía ejemplos de circunstancias en que si él no hubiese pregonado quién era, con seguridad le hubieran cobrado como a un cubano más.

Pues en aquellas noches en que la luna era un plato mágico entre las palmeras de su hogar en Siboney, y la empleada doméstica venía cada dos minutos a preguntar si necesitábamos algo, hablamos de lo humano y lo divino, a pesar de que el enfoque de la entrevista era él como presidente de la Fundación del Nuevo Cine Latinaomericano, por aquel entonces recién inaugurado, y sus sueños con la Escuela de cine de San Antonio de los Baños.

Más que una entrevista, aquella fue una historia de vida, de recuerdos que atesoraba de su niñez, de su juventud, del por qué su rechazo a todo lo que oliera a Prensa Latina (por suerte  me había librado de esa rabia conque siempre trató a los varios presidentes de ese organismo incluso en público cuando trataron de acercársele, ya que en su opinión los periodistas éramos una raza aparte, siempre unida y por eso había accedido a conversar conmigo). No era para menos. Hasta sus maravillosas crónicas neoyorquinas habían lanzado al cesto.

Nunca logré entender –y hasta la fecha- aquella etapa de extremismo en que hasta el propio fundador de la agencia, el argentino Jorge Ricardo Masseti, su fundador, también había sido despedido, pasaje que aparece en detalle en el libro “Jorge Ricardo Masseti, el Comandante Segundo”, escrito a cuatro manos por su viuda, Conchita Dumois y el colega Gabriel Molina.

Lo cierto es que ante mi tenía al Premio Nobel de Literatura colombiano, famoso y adinerado, siempre periodista, siempre solidario.

Luego de aquellas tertulias Gabriel –que no perdía de modo alguno- me dijo: ¿quieres comprobar qué siempre me cobran en dólares?. Accedí a su invitación de cerrar nuestro diálogo con una cena en el restaurante 1830.

Primero fuimos a la barra, solicitamos una bebida, y le pregunto interesada al barman: “oiga, usted ha visto por aquí esta noche a Gabriel García Márquez?. “¿A quién?”, me respondió. “A García Márquez, el colombiano que escribió Cien años de soledad, insisto. “Pues no, no lo conozco ni he leído el libro”. Y se escabulló a servirles a otros clientes.

¿Qué si Gabriel se molestó?. Qué va. Se echó una carcajada que retumbó en aquella bellísima barra. De nuevo arremetió contra el barman. ¿”Cuánto le debo, amigo?”.  “Pues 22 pesos?. ¿”Pesos”, preguntó asombrado. “Sí, pesos, aquí dólares solo le cobramos a los extranjeros?”, le contestó el joven parsimonioso y hasta un poco molesto.

Así, entre bromas y risas, diciéndome que debía salir siempre con una cubana, degustamos maravillas en el restaurante, vinieron los violinistas y tocaron, nunca se me olvida, un “Quiéreme mucho” que seguro hizo que la sangre se le volviera puro sentimiento. “Tenemos que venir acá con Mercedes”, algo que nunca sucedió. Pagó 223.00 pesos cubanos. Allí, en el lujoso salón del 1830 no le conocían el Capitán, ni los camareros ni otros comensales.

De ahí fuimos a una gasolinera sita en 23 y Malecón donde siempre le cobraban en moneda dura y aquella noche solo 10 pesos cubanos, pues su chapa no lo identificaba como foráneo.

“Vaya, pues, creía que era más conocido en Cuba”, me dijo aquella noche en que volvimos a su casa a recoger mi automóvil. Nos despedimos, y me dijo, “acuérdate de no darle esa entrevista a Prensa Latina”.

Pero sí, salió por los teletipos de la agencia gracias a su nobleza y mis argumentos, pues Gabriel era un revolucionario noble, de sentimientos puros.

Nos reencontramos esa mañana en que logré convencerlo de que si la publicaba solo Bohemia la iban a coger nuestros enemigos mediáticos y también que la Prensa Latina que lo despidió ya no era dirigido por aquel errático personal y los periodistas jóvenes ni conocían la historia a ciencia cierta.

Era un día invernal, pero con un sol brillante, como suele ser enero en La Habana.  Luego de los saludos de rigor, se sentó en una silla alta de mimbre, con sus sandalias de descanso y su ropa liviana. “ ¿No sientes que olor a mar hay aquí”, me preguntó. “Bueno, sí, pero solo con una gran imaginación”, le aseguré… Toda aquella figuración era porque estaba escuchando Marea Baja en Radio Enciclopedia. “Menos mal que somos imaginativos. Periodistas sin imaginación no sirven”.  Poco después se negaba a recibir el Granma de aquel sábado, argumentando con su fina ironía a su hacendosa empleada: “Imagínate, y me miraba con sorna, que ya lo leí el jueves.” Nada para ofenderse porque Gabriel siempre era un exagerado y lo que deseaba era que defendiera al Granma.

Bueno, pues ¡al fin! me dijo que sí, que publicara en PL, y yo, cuidadosa, le dije: “Fírmame el original, si está de acuerdo”. Y no por él, que era un caballero, sino por otras personas que quizás no hubiesen creído su nobleza política por encima de otras consideraciones personales.

Al fin que, como me aseguró, los periodistas somos una raza y nos entendemos muy bien. ¿Qué si lo volví a ver? Bueno, ya esa es otra historia.


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Clara Lídice Valenzuela García

Periodista

Se han publicado 5 comentarios


Orense
 20/4/14 13:53

Buen relato autobiográfico, con anécdotas y revelaciones muy interesantes. Lástima de título, tan malo como los que Gabo solía criticar cuando repasaba nuestros periódicos.

Nancy
 18/4/14 13:43

Maravilloso tu homenaje a García Máquez. Tuviste la dicha de conocerlo y de compartir con él ; de disfrutar la compañía de ese gran hombre que fue y el más notable de la literatura latinoamericana del siglo XX. Como nos tienes acostumbrados, muy bien escrito y revelador tu comentario. Estoy segura que él accedió a la entrevista que le hicite porque pudo apreciar tu sensibilidad y profesionalidad como reportera.

Arturo Chang
 18/4/14 1:31

Clara Lídice: Leí y no digo nada. Por favor, ¿puedes interpretar el silencio? Se que sí. Recibe un saludo desde Santa Clara.

Arístides
 17/4/14 22:02

¡Bello tu escrito, Lídice! Te felicito y me has dejado admirado mucho más de la persona tan especial que describes y quien tuviste el honor de acompañar una noche de invierno habanero. Y no te miento, por primera vez he conocido, y me apena muchísimo, que a uno de sus fundadores, Gabriel García Márquez, cuando aún no era ni un ápice de lo famoso que llegó a ser, la dirección de Prensa Latina de 1961 lo dejó sin trabajo cuando cumplía la misión de corresponsal en New York, y peor, sin un medio de vida para él y su familia. Me has hecho poner en duda que yo haya sido un bien informado como tanto alardeaba. ¡Cuántas cosas desconocía y no dudo que desconozco, de lo ocurrido durante este último medio siglo de vida revolucionaria! ¡Qué vergüenza! ¡Qué barbaridades y atropellos a amigos se han cometido a nombre de nuestra revolución! ¡Y que calladito transcurrió todo!. Tal parece que otros periodistas cubanos ¿la inmensa mayoría? no se enteraron de esa arbitrariedad porque me parece que de eso no publicaron ni una sola letra. Espero que todos los implicados se hayan hecho el harakiri, o se fueron huyendo, porque un caso como este, no cabía pedir disculpas ni perdones.

guisver rolando
 17/4/14 21:02

Adios amigo, siempre estara con nosotros los cubanos...

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