miércoles, 24 de abril de 2024

Gabo, un niño lleno de amor por su maestra

Gabriel García Márquez adoraba a su primera maestra, Rosa Elena Ferguson, en la pequeña escuela de Aracataca...

Clara Lídice Valenzuela García en Exclusivo 14/02/2019
3 comentarios
Gabriel García Márquez-Premio Nobel de Literatura
Gabriel García Márquez tuvo un primer amor en la infancia la maestra Rosa Fergusson, la mujer que enseñó el camino a la literatura. (Foto: cnnespanol)

Aracataca, el pueblo polvoriento y pobre de Colombia donde siempre hay calor, es uno de los escenarios donde este año se rodará un filme sobre las relaciones entre el pequeño Gabriel García Márquez, nieto del coronel de la Guerra de los Mil Días, Nicolás Márquez, patriarca de la villa, y su primera profesora, la jovencita Rosa Elena Ferguson.

Gabriel, o mejor Gabito, como aun lo recuerdan en Aracataca, abrió sus ojos negros de moro el 6 de marzo de 1927 en esa localidad perdida entre la sierra y el correr presuroso del río Magdalena, en el Estado homónimo, en una casa de madera pintada de blanco, hoy devenida Museo. Allí se mantienen bien conservadas las habitaciones de familiares, entre ellas sus tías, y la cocina de la abuela Doña Tranquilina Iguarán Cortés. Es en el amplio espacio donde correteaban niños y gallinas donde más se percibe el perfumado olor de las guayabas, como antes, cuando ella le contaba sobre sus conversaciones con los muertos y con los indios guajiros.

Una tarde de sol fuerte sobre las 18 calles de Aracataca, la mayoría sin asfaltar, conocí a Nora Ferguson, sobrina de Rosa Elena, quien esa tarde se encontraba fuera del lugar en una consulta de médico. La maestra falleció el 21 de noviembre de 2005, a los 96 años, en su pueblo natal.

Conversar con Nora fue muy importante para quien, llegada a una Colombia en medio del auge de una guerra civil y sin relaciones diplomáticas con Cuba, buscaba los personajes reales de Cien años de soledad. Esa elegante mujer, residente en una de las pocas casas de mampostería de Aracataca, ya pasados los 50 años, poseía una memoria nítida, y recordaba muy bien a su amiguito, el nieto del Coronel (a quien él llamaba Papalelo), quien le narró cuentos de la Guerra de los Mil Días, como el oro se convertía en pececitos dorados, y el agua en hielo.

La señora que varias décadas antes compartió el aula durante dos años con Gabriel, tomó su sombrilla y decidió hacer una caminata en busca de los recuerdos que la unieron a aquel niño a quien todos mimaban, porque era pequeño, gordo y bonito, y nieto además del hombre más importante de aquellos lares.

Su tía Rosa Elena, hija de británico y colombiana, fue la primera maestra de Gabo, le enseñó a leer y a escribir, y permitió que su imaginación anduviera por senderos perdidos y recobrados. Recuerda que Rosa Elena era muy joven, de piel blanca y rosada, con grandes ojos oscuros y largos cabellos “y al parecer despertó la primera emoción amorosa en el niño, que andaba de pantalones cortos y cabellos cuadrados”.

La profesora vivía muy cerca del caserón de madera y amplios portales, por lo que cada mañana recogía a su alumno, esperándola de pie tras el portón casero, casi desde el amanecer; tal era su ansiedad. De una mano llevaba Rosa Elena a Gabito, y de la otra a su sobrina Norita, de la misma edad.

Nora recuerda que Gabriel no apartaba los ojos de su maestra. “Pero entonces no imaginaba, dada mi edad, que un niño pudiese enamorarse de una muchacha como Rosa Elena, quien nos quería como una madre y tenía edad para serlo. Él siempre estaba muy acicalado, limpio, con el pelo engomado y bien peinado, educadito”. A ella, en realidad, no le interesaba demasiado que su compañerito fuese el nieto primero del Coronel, ni que algunas personas del empobrecido caserío se esmeraran por hacerle las gracias. Para la niña, el ser más extraordinario que había conocido en Aracataca era el abuelo, un señor que imponía con su presencia, siempre vestido de hilo blanco, con leontina y bastón, “pero que no dudaba en acogernos en su hogar y regalarnos caramelos y dulces hechos por la abuela Tranquilina”.

Para aquellos niños, cuyos padres podían pagar un colegio privado como el Montessori, la llegada a las aulas era una fiesta.

La escuela fue construida unos tres pies sobre la tierra. Los alumnos subían al pequeño portal de la entrada dando salticos. La profesora subía por una escalerita de madera, levantaba su saya hasta la mitad de la pierna y hacía una pirueta. A Norita, y a otros amiguitos tampoco, se les escapaba que Gabito caía en una especie de trance mientras la maestra hacía su obligatoria cabriola. Quizás quería verle mejor la bella pierna, quizás temía que se cayera. O quizás era solo la curiosidad de un niño precoz.

En el colegio Montessori solo se cursaban los primeros años escolares. Existían pupitres de madera para colocar cuadernos y libros y también unas esteras de pajas colocadas en el piso cuando la clase exigía el movimiento de los alumnos.


Rosa Fergusson, la maestra de primaria del introvertido niño Gabriel García Márquez. (Foto: Tomada de infobae.com).

Rosa Elena brindaba sus clases para niños muy pequeños, basada en el método educativo ideado por la educadora y médica italiana María Montessori a finales del siglo XIX y principios del XX. Ese sistema de enseñanza estaba concebido para que los menores tuvieran un desarrollo personal libre, sin límites, con respeto a la psicología natural y el desarrollo físico y social de cada uno.

El libro de María titulado El método Montessori fue publicado en 1924. De Europa pasó a Estados Unidos y luego a América Latina, donde resultó muy estimado por el profesorado dado el margen de creatividad personal. El aula estaba bien ordenada, con una estructura muy agradable.

Para la educadora italiana, fallecida en 1952, la escuela no es “un lugar donde el maestro transmite conocimientos”, sino “donde la inteligencia y la parte psíquica del niño se desarrollará a través de un trabajo libre con material didáctico especializado”.

Nora recuerda que su tía, cuando Gabriel comenzaba a ser periodista en Cartagena de Indias, le comentó: “Sabía que Gabriel iba a ser periodista porque era muy preguntón y nunca se quejaba de las tareas largas. Aunque puede ser que llegue a ser un gran escritor porque de niño tenía mucha fantasía en su cabecita”.

Los años pasaron en Aracataca, con razón llamado “el pueblo fantasma” que en los mediodías parecía desvanecido de la faz de la tierra. Allí, en 1988, no había teléfono, ni alcantarillado, ni agua corriente, ni restaurantes, ni hoteles. Un cine era un sueño. Todos, sin embargo, conocían a su famoso coterráneo aunque nunca hubiesen leído uno de sus libros.

Para las Ferguson, tanto Rosa Elena, ya envejecida, como para su sobrina Nora, fue un honor y un placer ser besadas en las manos por García Márquez, quien visitó su tierra natal poco después de recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, en 1982, por su novela Cien años de soledad.

Él le agradeció el alto galardón, porque fue quien, dijo, “me enseñó el camino a la literatura”. Ella guardó todos los libros que su antiguo alumno escribió.

Quizás Gabriel pensara cuando colocó sus labios en las manos de Rosa Elena que hubiese dado años de su vida cuando a los cuatro años la esperaba, la vigilaba, se sentaba en sus piernas para dar una clase y le daba un besito mínimo de despedida en las mejillas. Y él solo pensaba en el tiempo que faltaba para que los gallos cantaran, la abuela trajinara en la cocina y, rato después, su bella maestra lo llamara a través del portón para adentrarlo en el mundo de las letras y la fantasía.


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Clara Lídice Valenzuela García

Periodista

Se han publicado 3 comentarios


Pedro Julián
 14/2/19 9:57

Bella historia, no la conocía.

Luisa
 14/2/19 9:55

Gracias a la autora por tan hermoso artículo. Saludos.

Malena Garcia
 14/2/19 9:07

Lídice que hermoso relato. El Gabo siempre fue una persona especial, desde niño. Gracias por esta historia un día como hoy, y gracias a Cubahora por este regalo. Saludos

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