Este domingo, Día de las madres, me tocó ser testigo hostil en la celebración de mi vecina adolescente y sus compinches de preuniversitario, así que decidí ponerme antropológica y fluir con el torrente de decibeles y chillidos nada angelicales.
A las cuatro de la mañana, y gracias al poder de contención de mis propios compinches virtuales de Senti2, había acumulado varias conclusiones que bien me valdrían una tesis doctoral.
La primera es que debe ser muy catártico gritar vulgaridades durante siete horas seguidas y describir en detalles un acto sexual salvaje de dudoso valor orgásmico… Sobre todo, a ritmo de reguetón y con alcohol (ilegal a esas edades).
Lo segundo es que me he pasado 20 años hablando de sexo en cuanto espacio mediático cabe imaginarse sin usar palabrotas, y resulta que buena parte de esa generación apenas conoce el tema a través de obscenidades falocéntricas y demandas histéricas de rituales que, por su explícita y elocuente descripción, sólo conducen a disfunciones y mediocridad.
En cualquier momento, lo proscrito en el vocabulario social serán las buenas palabras, así que ya socialicé en el grupo wasapeño par de diccionarios de frases soeces (más de cuatro mil, quien lo diría), para enriquecer al menos el acervo de sus hijos y nietos, aferrados a media docena de las básicas.
Dice mi mamá que me cayeron 40 años en un par de meses, desde que en la casa de al lado-arriba (sobre mi patio y directo a mis habitaciones) entró el equipito de moler cerebros… Pero ayer a las 3:00 a.m. era ella quien suplicaba a gritos desde el techo que bajaran esa monstruosidad para intentar dormir.
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Otra arista del problema: si esa es “su música” y solo habla de un coito remalísimo, intrascendente, ¿qué acompañamiento escogerán para el momento de la verdad? Si es que en verdad llegan a vivir un sexo como el del siglo pasado en Occidente, o de hace milenios en el místico mundo allende Europa…
Una incidental: espero que el cantante de anoche sea bueno en su trabajo, porque si la lengua se le entumece en otros usos, como canta, no sé qué gracia le encuentran sus seguidoras…
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Por cierto, el tareco nuevo padece de reguetoito interrupto, porque cuando más inspirada estaba la chiquillería en sus berridos (y no exagero con el verbo), el infeliz callaba, extenuado, y medio minuto después anunciaba su reinicio, violado sin piedad por el cabecilla de la banda.
¿Los adultos? Bien, gracias… Como no es el primer escarceo de este tipo, ya supe que la madre se encierra en su cuarto con aire acondicionado y no escucha nadita de lo que pasa afuera (o sea, dentro de nuestros cráneos y sistemas nerviosos).
Y que conste: no son malas personas, ni de “bajo mundo”. Solo perdieron el respeto por la gente alrededor, inspirados por un caso similar al frente, a quienes no hemos podido conjurar porque lo único que falta es acudir a la violencia, y eso entre hombres adquiere otros matices… así que padecemos secuestro musical en varios frentes y cada vez más frecuente.
Y ahí debería entrar el estado a tomar cartas: si la ley penaliza el mero hecho de portar un arma o lanzar amenazas, ¿cómo es que no hay ni un artículo contra una conducta que puede llevar a cualquiera a una desesperada agresión extrema?
Les debo la solución a mi (de muchos) ruidoso problema. Tengo varias en mente, pero las que brotan después de cinco horas de sicodélico baño reguetonero no voy siquiera a mencionarlas porque constituyen delitos punibles, aún en legítima defensa.
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Lo más leve que he pensado es devolverles el favor, volverlos empáticos a la fuerza: si su hobby es oir música y eso acaba en escándalo épico que yo debo consumir, mi hobby es tener plantas… ¿Qué pasaría si comparto el agua a presión de la manguera en dirección a sus casas? Por no hablar de cuánto disfruto comer, y eso también tiene subproductos.
Pero no. Debe haber una manera civilizada de resolver este asunto y recuperar la paz en mi casita de siempre, construida por mi familia; donde nació mi hijo y murieron mis seres queridos; donde cosecho (y comparto) los mangos más dulces, y hago el amor y me gano la vida desde hace tantas décadas…
No creo que deba abandonarla por borrachos que llegaron al barrio muchos años después que mi bisabuela, o las chillonas que apenas llevan un lustro a mi costado. ¡Ni siquiera hay garantías de hallar un lugar libre de contaminación sonora!
Mi peor hallazgo científico fue comprender que esas muchachas que secundan hoy a chillidos tan empobrecido modo de ser mujeres, serán las madres de mañana. (¡De terror!) Y mi última imagen, antes de rendirme al canto de los gallos, fue una Estelvina insultada preguntándole a los Beatles: ¡¿Y cómo quedamos nosotros?!
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