viernes, 26 de abril de 2024

Un bobo que no lo era tanto

Según la sabiduría popular, nada es más útil que una cara de bobo bien administrada. Sí, como la aquel legendario Bobo de Batabanó...

Cubahora
en Exclusivo 27/12/2011
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legendario Bobo de Batabanó
El legendario Bobo de Batabanó

Según la sabiduría popular, nada es más útil que una cara de bobo bien administrada. Sí, como la aquel legendario Bobo de Batabanó, quien cambiaba su chiva por una vaca, y pedía dinero encima. 

El héroe de esta croniquilla —que toma como fuente al costumbrista Álvaro de la Iglesia— fue uno de esos supuestos mentecatos. 

Existía en el Camagüey colonial un grupo de familias principales que no creían en gobierno, en la paz de los sepulcros ni en la madre de los tomates. Los Agüero, los Varona, los Betancourt, los Recio… le cantaban las cuarenta hasta al pinto de la paloma. Levantiscos y voluntariosos, administraban la vida principeña como cosa suya, en la cual nadie podía osar meter mano. 

Un mal día de la segunda mitad de los 1700, presenciaron la llegada del recién nombrado gobernador de Santa María del Puerto Príncipe. 

Desde que se bajó del carruaje, el susodicho se le atravesó al patriciado en la garganta, como una espina. De manera que cogieron al flamante funcionario y lo fletaron de regreso para La Habana como si fuese un bulto, sin protocolos ni consideraciones. 

En Cuba gobernaba entonces el sevillano Bucarely, un espadón que, aunque no perpetró los desmanes que caracterizarían a algunos de sus sucesores, era de todas maneras uno de esos militarotes a los cuales no se les puede discutir una orden impunemente. 

Así las cosas, sin que le temblara el pulso, firmó el ucase según el cual los patricios rebeldes fueron a dar con sus huesos en chirona, a la espera del barco que los desterrase a Cádiz. 

Ah, pero hubo un caso excepcional, un implicado en la insubordinación que quedó a salvo de la medida draconiana. Era un ganadero del Camagüey, quien en su villa gozaba de fama de bobo. 

Narra el gallego-cubano Álvaro de la Iglesia que el presunto simplón reunió un buen lote de su ganado y lo vendió al mejor postor. 

Con varios cartuchos rebosando onzas de oro, y un mazo de barajas, se fue a La Habana, para presentarse en la residencia de Bucarely. Allí, sentado en el suelo, el “bobo” camagüeyano se puso a jugar con los hijos del gobernador, y no paró hasta que los pequeños le ganaron hasta la última onza.

Y así fue cómo, mientras los principeños “listos” partían desterrados hacia Cádiz, el célebre “bobo” se quedó en su villa, riéndose de los peces de colores, gracias a su astucia y a lo corrupto que era el mandante.


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