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martes, 15 de octubre de 2024

Che Guevara: sobre lo individual y lo colectivo en el socialismo

El heroísmo individualizado y el heroísmo anónimo son dos expresiones, a veces complementarias, a veces contrapuestas, de una Revolución...

Enrique Ubieta Gómez en Caribbean Tranfers 15/06/2012
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"Apuntes Filosóficos" textos de Ernesto Guevara
Casi todos los cubanos que viven en Cuba de alguna manera son héroes.

Hoy asistí a la presentación del libro Apuntes filosóficos de Ernesto Che Guevara, compilación de notas de sus lecturas, hasta el momento inéditas, que realizara la estudiosa María del Carmen Ariet y prologara Fernando Martínez Heredia. Dejo como homenaje a la memoria del Guerrillero Heroico, en su cumpleaños, este fragmento de mi libro Cuba: ¿revolución o reforma?, editado este año por la Casa Editora Abril.

El heroísmo individualizado y el heroísmo anónimo son dos expresiones, a veces complementarias, a veces contrapuestas, de una Revolución. Por eso el Che Guevara quiso atajar cualquier confusión en torno al papel y al lugar del individuo en el socialismo:

“Es común escuchar de boca de los voceros capitalistas –escribió en 1965–, como un argumento en la lucha ideológica contra el socialismo, la afirmación de que este sistema social o el período de construcción del socialismo al que estamos nosotros abocados, se caracteriza por la abolición del individuo en aras del Estado”.

La conquista del poder no puede lograrse sin una máxima individualización de los héroes: cada guerrillero, cada combatiente clandestino, sin dejar de ser parte de una maquinaria colectiva centralizada, despliega lo mejor y lo peor de sí, conforma o reafirma su personalidad única, es visible como individuo. El Che lo dice así:

“Durante este proceso, en el cual solamente existían gérmenes de socialismo, el hombre era un factor fundamental. En él se confiaba, individualizado, específico, con nombre y apellido, y de su capacidad de acción dependía el triunfo o el fracaso del hecho encomendado”.

El combatiente revolucionario vive momentos excepcionales, que lo conminan a asumir actitudes excepcionales. El triunfo de la Revolución coloca, sin embargo, la relación del individuo y la colectividad (sociedad) en un nuevo y desconocido plano:

“Encontrar la fórmula para perpetuar en la vida cotidiana esa actitud heroica, es una de nuestras tareas fundamentales desde el punto de vista ideológico”, (3) decía el Che.

Las revoluciones son hechas por las masas, suele decirse. ¿Qué son las masas? Para los ideólogos de la contrarrevolución es un ente abstracto y maleable, que puede ser manipulado o envilecido. El temor que siente la burguesía ante las masas tiene una explicación sencilla: su bienestar económico depende de ellas.

En 1898, los propietarios cubanos reformistas (anexionistas y autonomistas) preferían la anexión a los Estados Unidos antes que la entrega del país a lo que llamaban “la turba mulata”. Los actuales ideólogos “ilustrados” de la contrarrevolución expresan igualmente temor y desprecio por las masas, como hemos mostrado en páginas anteriores.

Una Revolución, por el contrario, es el proceso mediante el cual las masas empiezan a conformar colectividades de individuos. En la medida en que ese proceso se complete o deshaga, triunfa o fracasa una Revolución. Es un objetivo explícito en el “Manifiesto Comunista”: “A la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos”.

En Cuba, dice el Che, “este ente multifacético no es, como se pretende, la suma de elementos de la misma categoría (reducidos a la misma categoría, además, por el sistema impuesto), que actúa como un manso rebaño”. No obstante, continúa el Che, “vistas las cosas desde un punto de vista superficial, pudiera parecer que tienen razón aquellos que hablan de la supeditación del individuo al Estado; la masa realiza con entusiasmo y disciplina sin iguales las tareas que el gobierno fija [...]”.

Y aquí avanza una hipótesis revolucionaria: “Lo difícil de entender para quien no viva la experiencia de la Revolución es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez la masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes”.

La Revolución en el poder tiende a sumergir el heroísmo individual en el anonimato, porque las tareas que enfrenta son gigantescas y solo pueden ser resueltas mediante el apoyo colectivo, y porque además la voluntad individual, aunque explícita, suele subordinarse a prioridades colectivas. Pero no lo elimina, al contrario, lo estimula. Muestra, como ejemplos a seguir, algunos casos que estima de interés social. El esfuerzo individual, por lo general, queda representado en el colosal esfuerzo colectivo: el individuo es la Patria.

Aquí hallamos uno de los focos de tensión de esa nueva relación en construcción: subordinarse, dije, y es un verbo que todavía no es expresión de la nueva sociedad. Porque no se trata de sacrificar a los individuos, sino de hacer que sus intereses conduzcan simultáneamente a la satisfacción de las necesidades colectivas. El sacrificio es provisional. Contrario a lo que suele suponerse, el éxito del socialismo estriba en el desarrollo pleno y armónico de las individualidades; el reto consiste acaso en que ninguna individualidad, al crecer, pueda impedir el desarrollo de las restantes. Por eso el heroísmo, para ser real, tiene que ser una elección libre del individuo. El heroísmo cotidiano se alimenta de una mística que permea todos los resquicios de la vida, incluso los más privados, y obliga a vivir en superlativo, entre signos de admiración. Nada es pequeño o insignificante; la cotidianidad adquiere una dimensión épica. Por eso la contrarrevolución siente una aversión intuitiva hacia lo épico, sea artístico o político.

Todos los que abandonan la Revolución se mofan del heroísmo de sus cotérraneos, niegan la existencia de los héroes, y escamotean el concepto guevariano de hombre nuevo, sobre la base de una extrema simplificación.

El concepto no suele ser objeto de análisis, sino de burla. Al caricaturizarlo, obtienen el efecto sicológico que describiera de forma magistral Mañach en su obra El choteo: los cubanos somos melodramáticos y tremendistas, y tememos “hacer” el ridículo. Es imprescindible que retomemos el sentido de las palabras del Che: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”, escribía. Base material y hombre nuevo, es decir, cultura nueva: el concepto no preescribe la producción en serie de individuos “nuevos”. Los vocablos “hombre” o “ser humano” pueden ser sustituidos por “cultura”. En este sentido es un concepto esencial, porque la batalla última, la verdadera, es entre la cultura del capitalismo (la del consumismo, la del individualismo), y la nueva cultura que avanza con lentitud y que se sustenta en una relación tendencialmente diferente entre lo individual y lo colectivo.

El Che es más explícito en su análisis, citémoslo en extenso:

“Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó. (Otra vez se plantea el tema de la relación entre forma y contenido.) La desorientación es grande y los problemas de la construcción material nos absorben. [...] Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto (por tanto, no peligroso). Así nace el realismo socialista sobre las bases del arte del siglo pasado.

Pero el arte realista del siglo XIX, también es de clase, más puramente capitalista, quizás, que este arte decadente del siglo XX, donde se transparenta la angustia del hombre enajenado. El capitalismo en cultura ha dado todo de sí y no queda de él sino el anuncio de un cadáver maloliente en arte, su decadencia de hoy. Pero, ¿por qué pretender buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida? No se puede oponer al realismo socialista ‘la libertad’, porque ésta no existe todavía, no existirá hasta el completo desarrollo de la sociedad nueva; pero no se pretenda condenar a todas la formas de arte posteriores a la primer mitad del siglo XIX desde el trono pontificio del realismo a ultranza, pues se caería en un error proudhoniano de retorno al pasado, poniéndole camisa de fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy. Falta el desarrollo de un mecanismo ideológico cultural que permita la investigación y desbroce la mala hierba, tan fácilmente multiplicable en el terreno abonado de la subvención estatal.
En nuestro país, el error del mecanicismo realista no se ha dado, pero sí otro de signo contrario. Y ha sido por no comprender la necesidad de la creación del hombre nuevo, que no sea el que represente las ideas del siglo XIX, pero tampoco las de nuestro siglo decadente y morboso. El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada”.
Aunque los ejemplos que el Che utiliza se refieren a la creación artística, el concepto de cultura que maneja es mucho más profundo.
“El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada”, dice, y esa tarea no es de índole artística (al menos, no solo artística). Admitir por confusión o ignorancia que el concepto de hombre nuevo ha caducado, es decretar la derrota, la imposibilidad de una sociedad alternativa a la capitalista.
Cuando el Che habla del cadáver maloliente de la cultura capitalista, no se refiere a las obras de los artistas que viven en esa sociedad, sino a los valores que reproducen su esencia económica y social; se refiere a la cultura del consumismo. “Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual, dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas –dice en 1965, y esas palabras mantienen su vigencia, después de una década de Período Especial–. No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni “becarios” que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas. Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo. Es un proceso que requiere tiempo”.
El hombre nuevo que reclamaba el Che no es una caricatura humana: un robot sin sentimientos negativos (si se ama, se odia). No es un ídolo, es un ideal concreto. Se refiere, sobre todo, a un nuevo tipo de relaciones sociales en construcción. No es el superhombre de Nietzsche, ni el personaje de laboratorio (cuerpo perfecto, mente superdotada, conocimientos enciclopédicos, sentimientos puros) que encarnaba Arnold Schwarzenegger en la comedia Los gemelos golpean dos veces (1988). No es un ser genéticamente puro, porque la pureza no existe ni es deseable. Ejemplos de esa cultura nueva son René, Gerardo, Antonio, Fernando y Ramón, los cinco héroes cubanos presos en cárceles norteamericanas, hombres que pasaban inadvertidos en la cotidianidad de una Revolución. Sin esa nueva cultura hacia la que se avanza a tientas (y se retrocede a veces), jamás podríamos competir con la oferta simbólica del capitalismo: tener y tener más.
Precisamente a Schwarzenegger, el actor y político republicano antes citado, se le atribuye una broma, según Wikipedia, sobre el sentido de su vida (que es el de la cultura capitalista): “El dinero no da la felicidad. Ahora tengo cincuenta millones, pero ya era feliz cuando tenía cuarenta y ocho”.
El heroísmo que se socializa, individual y a la vez colectivo, es una de las primeras manifestaciones de esa nueva cultura. Es heroico hacer dejación de intereses vocacionales y dedicar años de vida a la anónima enseñanza primaria o secundaria, a solicitud de la Revolución, si ese acto es voluntario y consciente. Por lo general, en esos casos, la verdadera vocación del individuo es la de revolucionario. Es un sacrificio mutilador, sin embargo, si esa decisión se toma por compulsión, en contra de los deseos íntimos. Lo óptimo, desde la perspectiva socialista, es que el individuo abrace su vocación y se realice en ella, para entregarle a la sociedad su plenitud profesional y humana. Paradójicamente, es más fácil, si se asume la épica revolucionaria, luchar en países lejanos, como Etiopía o Angola, o enseñar y curar enfermos en rincones inhóspitos de la geografía tercermundista, porque es una decisión que, aunque heroica, rebasa lo cotidiano y nos desvía temporalmente de nuestra cotidianidad e intereses, más no compromete su curso natural, aun cuando se arriesgue la vida. El médico internacionalista no se detiene ante las pequeñas exigencias de la cotidianidad que atenazan al médico local, porque no pertenece a ese contexto; su vida está asegurada en Cuba. El estipendio que recibe, mínimo, es muy inferior al salario de un médico asentado en la zona, pero esta no es su vida; aquí comparte la pobreza de todos con naturalidad, por dos o tres años. En realidad, las motivaciones altruistas de un internacionalista cubano no pueden explicarse solo a partir de consideraciones personales: él es parte de un sistema de vida distinto, es una partícula consciente de ese sistema, esté donde esté.
El heroísmo es realmente individual si el individuo asume de forma consciente el acto, no importa si acompañado de decenas o centenares de miles de compatriotas. Solo quien no ha participado, o quien ha roto el cordón umbilical que permite ver en los demás lo que ocurre en uno mismo, en las concentraciones gigantescas de una Revolución triunfante y asediada, puede pensar que en ella no hay individuos: es verdad que las cámaras solo recogen el movimiento incesante y arrollador de una masa humana inacabable, pero tras cada ser que aplaude o levanta sus manos hay un sujeto que dialoga y se interrelaciona con sus dirigentes y con sus compatriotas.
Es verdad que la Revolución promueve de diferentes maneras la asistencia masiva de sus partidarios a los actos públicos, pero es absurda la idea reiterada por el discurso contrarrevolucionario de que los manifestantes en el socialismo son reos conducidos en contra de su voluntad.
Aquel día memorable en que Fidel pidió que donásemos una libra de azúcar de nuestra cuota racionada al Chile de Allende, la decisión de los presentes –un millón de personas levantaba la mano en una simbólica votación–, no fue colectiva, sino personal. El episodio de la película cubana Madagascar (1999) de Fernando Pérez, en el que el personaje de la madre se busca afanosamente en una vieja foto de periódico, donde aparece una enorme multitud congregada en la Plaza de la Revolución habanera, segura de hallarse en ella, evidencia un hecho psicológico o sociológico característico de toda revolución auténtica: allí, rodeada de un millón de compatriotas, ella sentía que había sido (y en efecto, había sido), la protagonista.
No sé cómo decirlo sin que parezca una afirmación desmesurada o chovinista, pero casi todos los cubanos que viven en Cuba han sido, es decir, de alguna manera son héroes. Y ese hecho valida el concepto cultural de hombre nuevo. Colocados en otro contexto nacional sus biografías causarían asombro. Cualquiera de los transeúntes mayores de cuarenta años, que ahora mismo avanza anónimo por la ciudad, pudo haber combatido o alfabetizado en Angola, haber enseñado en Nicaragua o ser un médico internacionalista en uno o varios países de América o de África; quizás estuvo en cuatro o cinco zafras, en múltiples movilizaciones agrícolas, no por necesidad económica o por carencia de un empleo acorde a su profesión, sino como acto de inserción revolucionaria, como aporte individual a la batalla común; o sencillamente enfrentó la austeridad y la adversidad cotidianas del Período Especial con dignidad y valor; es alguien que no se rinde, como los personajes del filme Suite Habana, de Fernando. La única razón por la que no lo parece, por la que no se valora a sí mismo como héroe, es porque sus actos han sido masivos, porque la inusitada masividad de sus decisiones hace que parezca ordinaria su extraordinaria vida.

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Enrique Ubieta Gómez


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