Si hasta ahora la normalización de vínculos de los Estados Unidos con Cuba era un asunto circunscrito a la voluntad presidencial y las acciones del Congreso, la reciente alocución de la precandidata demócrata Hillary Clinton en la que apoya el fin del cerco a la Mayor de las Antillas, colocó el asunto a escala de batalla electoral.
En la Florida, y ante un auditorio en la que no faltaron acérrimos enemigos de la Isla, la otrora Secretaria de Estado, si bien reconoció haber sido defensora del bloqueo, ahora lo considera un innecesario rezago de la Guerra Fría y un obstáculo a una “evolución cubana favorable a los intereses norteamericanos”.
Porque –vale indicarlo- la oradora, en la misma medida que criticó la inutilidad de una brutal medida que ha golpeado por más de cinco decenios al pueblo cubano y desde hace rato constituye un boomerang político para Washington, fue clara al concluir que la normalización de vínculos con La Habana no es obra del total interés oficial estadounidense por el respeto a las normas internacionales, sino que constituye un cambio de táctica en la estrategia de remodelar a Cuba al gusto de los intereses del marrullero vecino del Norte.
Desde luego, para quien evidentemente bajó al extremo sur del país a promover su figura como posible candidata demócrata a la presidencia ante un heterogéneo escenario donde el terma cubano es altamente sensible, mostrarse todavía “vertical” frente al actual proyecto político cubano es una posición poco menos que obligada.
No por gusto proclamó textualmente, según citan medios de prensa, que “el embargo a Cuba debe terminar de una vez por todas. Debemos reemplazarlo con un enfoque inteligente que brinde poder al sector privado y la sociedad civil en Cuba y a la comunidad cubano-estadounidense para fomentar el progreso y presionar al régimen", y criticó a aquellos personeros locales que insisten “en una política fracasada.”
A tono con el juicio de más de un analista, al colocarse al lado de los que aprueban el fin del bloqueo, Hillary Clinton no solo busca capitalizar el creciente sentimiento de la comunidad cubano-norteamericana a favor de la existencia de lazos civilizados entre su país de origen y aquel en el que escogió residir, sino además sumar a su favor la simpatía de la gran mayoría de ciudadanos norteamericanos que ven con buenos ojos mejores relaciones con Cuba, y que según reciente encuesta suma 73 por ciento.
Por demás, la Clinton no pudo evitar colocarse en el punto de mira de los precandidatos republicanos más recalcitrantes con relación el tema cubano, como son los casos del cubano estadounidense Marco Rubio, y de Jeb Bush, hermano del díscolo ex mandatario George W. Bush.
Ambos, ligados a la tradicional “política dura” floridana, no perdieron tiempo para denostar de la figura demócrata, a la que acusaron de “respaldar una retirada en la lucha por la democracia en Cuba.”
En especial el ex gobernador de La Florida y miembro del clan Bush, pidió al electorado nacional “elegir a líderes con principios” y soslayar a quienes acuden a “falsas narrativas” para abandonar batallas sustanciales.
Mientras, para Marco Rubio, signado meses atrás de manejos ilegales y otros dislates ilegales, las actuales “concesiones” con Cuba solo “reforzarán a un régimen brutal y antiestadounidense a noventa millas de nuestra costa.”
Pero más allá de la retórica y el estira y encoje que supone cada batalla electoral norteamericana a lo largo de la historia del poderoso vecino, es evidente que en esta campaña para las votaciones de 2016 el asunto de los vínculos con La Habana ya ha entrado en la agenda como uno de los puntos álgidos de los debates entre oponentes de uno y otro signo táctico.
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