viernes, 29 de marzo de 2024

El hombre detrás del Malagón

Cubahora entrevista a Juan Quintín Paz Camacho, uno de los integrantes de la primera milicia campesina...

Mayra García Cardentey en Exclusivo 31/08/2014
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Nadie se cansa de escuchar las historias de Juan Quintín Paz Camacho (Juanito), uno de los 12 Malagones. Cada vez, como si fuera la primera, narra sus anécdotas de aquel 1959, cuando liderado por Leandro Rodríguez Malagón, atraparan al excabo Lara y sus secuaces, antiguos militares de la tiranía buscados por sus más de 30 crímenes.

Juanito baja hasta tres veces al día al Memorial que lleva el nombre de la insigne tropa campesina que dio inicio a las Milicias Nacionales Revolucionarias en Cuba. Él es el único, de los tres que aún quedan vivos, que habita todavía por esos lares. Desde su modesta casa en la comunidad El Moncada camina dos y tres kilómetros todas las jornadas, para visitar amigos en el pequeño pueblo, ir a trabajar a su organopónico o hacer el recorrido diario y diligente por la casa sacrosanta de sus compañeros de lucha, en el propio Memorial. A finales de este año cumplirá 77 y ni se los siente….

En particular, he escuchado tres veces los relatos de Juanito sobre los hechos en los parajes viñaleros, cuando en 18 días capturaron al bandido y sus seguidores. Las varias visitas a la localidad han culminado con las crónicas de quien, por aquellos días, tenía tan solo 21 años. Esta ocasión, por cuestiones de trabajo, no me privaría tampoco de ese privilegio.

—“Óigame, ¿sabrá dónde está Juanito?”, intentamos primero en el Memorial. —“Milagro que no está aquí ahora, pero búscalo en su casa”. Peinamos el poblado, poco a poco, para ver si en el camino lo encontrábamos en alguna vivienda vecina. —“Señora, de casualidad Juanito está aquí”. La esposa, solícita, enrumbó a los curiosos al reinado vegetal del Malagón en las alturas de la comunidad, un organopónico en el cual labora junto a amigos del barrio.

Lo encontramos, cerca de las siete de la noche, saliendo al camino con un jolongo pesado en la espalda. —“¡Qué inoportunos!”, pensamos todos. “Se va a descansar para su casa, y nosotros llegar ahora para una entrevista”. No pasó un minuto y ya con el saludo encima, esfumó cualquier idea parecida. “Pero, ¡haber visto!, ¡claro!, siéntense”, y regresó a ofrecernos, en el portal del local, dos butacas rústicas de madera, a esa hora bien cómodas para los visitantes.

Recostado de pie, a una de las columnas, no se pudo contener, e hizo lo que cualquier guajiro hace, ofrecer lo que tiene. “¿A que quieren guayabas? Son de mi huerto, están riquísimas”. Y sin esperar respuesta, empezó a repartir parte de su jaba-llena de olorosas y pintorescas frutas-, mano por mano, de dos en dos, como la maestra que divide la merienda entre los niños para que todos coman lo mismo. Ese día andaba, como siempre, vestido con su uniforme de miliciano, ahora con las evidentes marcas de un arduo día de trabajo en la tierra. E inició su historia.

Era él, por la década del 50 un mozo atractivo, alto, “bello” le recuerdan algunas coterráneas generacionales de la zona. Hijo del dueño de aquellas tierras, vivía sin grandes holguras pero al menos no tenía las carencias propias del campesinado de la época. Tuvo la suerte de criarse junto a un padre que, independientemente de su condición económica, estaba en desacuerdo con la explotación campesina. “Desde  pequeño me explicó la situación del sector más humilde de la población”. El niño Juanito jugaba, pues, con los niños pobres, visitaba bohíos e interiorizaba, por sí mismo, las condiciones de los otros.

Por ello, con el tiempo, se convirtió en uno de los colegas más jóvenes del veterano Leandro Rodríguez Camargo, cuando guiaba por las cavernas y cuevas de la región a Antonio Núñez Jiménez durante sus expediciones espeleológicas. Juanito, enseñado por los mayores y fiel aprendiz del “buen y respetuoso Leandro”, como él mismo lo define, se sabía todos los rincones de esas lomas.

Conocido por su extrema puntería, cuenta que desde muchacho le gustaba practicar. “Teníamos cerca un campo de juegos, y el entretenimiento era ver quién mejor le daba a un pomito de penicilina a varios metros de distancia, de espalda y con un espejo como referencia. Lo otro era tirar guayabas o limones para el aire y atravesarlos, sin partirlos”. Está de más decirlo: Juanito estaba entre los mejores. Todavía hace las demostraciones, con sus más de 70 años, de la certeza en el disparo que aún mantiene.

“Todos nos conocíamos por estos contornos, incluyendo a Lara. Por eso cuando vino Fidel nos encargó capturarlo a un grupo de guajiros, con Leandro al frente. No había cueva ni camino que no supiéramos, de esa forma era más fácil establecer los posibles escondites”, explica el más joven de los Malagones.

“Fue una marcha incesante. Más de 15 días con el uniforme puesto, el olor se nos notaba a kilómetros (risas). Andábamos sin parar como para darle a entender a los bandidos que les pisábamos los talones; íbamos de “húyeme que te cojo””, rememora. Cuenta entonces cómo aprehendieron a uno de los acompañantes de Lara, quien dio la ubicación de él y sus secuaces. “Éramos cinco en ese momento, junto con un soldado del Ejército Rebelde que se nos había incorporado. Los demás estaban peinando la zona cercana”.

Caía la noche y decidieron proceder a la captura. Si esperaban a sus compañeros, se corría el riesgo de la escapatoria de Lara. “Y eso ni de juego”, explica.

Como una novela radial relata cada detalle: cuando simularon gritos de oficiales para poner en funcionamiento ametralladoras y morteros inexistentes; el momento en el que pensó que habían matado a Cruz Camacho Ríos (El Niño), al ver los más de 20 disparos que impactaron en la minúscula piedra que le protegía; o el instante en que Lara, pensando en que afuera le esperaba una brigada militar entera, se entregó a los mismos hombres que conocía de aquellos parajes.

“Yo pensé que era el Ejército… Si sé que son ustedes, no me rindo”, recuerda que dijo el bandido. “Se la hicimos buena”, hoy se ríe, pícaro, Juanito. En aquel octubre estaba a solo días de cumplir 22 años…y ya había hecho historia.

Luego de la captura, los 12 Malagones fueron recibidos con ceremonias militares en la capital cubana. “Allí estaban Fidel, Raúl, Camilo… Aquello no nos gustó. ¿Cómo los héroes de la Sierra nos iban a rendir honores? Pero Camilo nos dijo que así debía ser”.

Y Fidel cumplió su promesa hecha a Leandro: “Malagón, si ustedes triunfan, habrá Milicias en Cuba”. “Ese es mi gran orgullo. Las Milicias demostraron su eficacia en Girón, en la lucha contra bandidos, y hasta en las misiones internacionalistas en África, muchos de quienes combatieron allí eran milicianos”, manifiesta.

Pero Juanito no descansó, luego de la aprehensión del cabo Lara se incorporó a una unidad de lucha contra bandidos, donde se desempeñó como jefe de operaciones hasta 1965, cuando cayó el último alzado. Sus méritos le permitieron alcanzar, posteriormente, los grados de mayor.

En la actualidad, los 70 no le pesan para nada. Anda y desanda El Moncada como el mozo de 21 años que un día fue. Recibe a los visitantes del Memorial que le convocan para oír, de primera mano, la historia. A cada pregunta, responde afable, mientras insiste: “si pasara hoy de nuevo, volvería a ir para el monte a coger bandidos”.

Conocido por sus jaranas, a más de uno le ha hecho pasar sustos. Ya casi al final de la conversación, suelta de repente: “Todos me insisten en que cuando me muera vaya para el Memorial, pero yo digo que yo no voy para allá ni loco”. Nos miramos de pronto, atónitos. “Pero, Juanito, mire, eso es un compromiso. ¿No le gustaría que sus restos descansaran junto a sus compañeros de lucha?”, le insistimos en tono de convencimiento. “Dije que no, que yo no voy”, repitió en ráfaga y bien serio. De pronto, soltó la risa por la comisura de los labios: “Yo solo no puedo ir, porque estaré muerto ¿no? A mí me tienen que llevar”.

Ya entrada la noche, no quedaba más que retirarnos, llevábamos una hora de conversación, y tampoco se podía abusar. “Recuerda, periodista, si hay lucha, hay Juanito para rato, que todavía yo atravieso guayabas en el aire de un tiro”, nos despidió con un sonrisa…

En el medio del camino de regreso, cuando varios kilómetros nos separan del Moncada, par de frutas se rodaron por el piso del carro; sin darnos cuenta había vaciado su morral entero. “Guayabas de recuerdo, para que no se olviden de mi puntería”, le había susurrado a uno de los nuestros, sin que este supiera de qué iba el comentario. Y cómo se debe estar riendo todavía el muy pícaro.


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Mayra García Cardentey

Graduada de Periodismo. Profesora de la Universidad de Pinar del Río. Periodista del semanario Guerrillero. Amante de las nuevas tecnologías y del periodismo digital.


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