A quienes hoy peinan canas y a los que ya no tienen canas por peinar, no hace falta insistirles en la grandeza deportiva de ese extraordinario lanzador que los periodistas estadounidenses llamaron Havana Perfect y los cubanos Papá Montero*. Me refiero al extraordinario Adolfo Luque.
Este trabajo, es mi intención, va dirigido muy especialmente a los jóvenes aficionados que poco o nada conocen de la trayectoria beisbolera de Luque, igual que de la de otros inmortales, también glorias del deporte cubano, que en un terreno de pelota, un ring de boxeo, una pista de esgrima o un campo de atletismo, igualmente hicieron historia.
El deporte en Cuba no comenzó a practicarse desde 1959. Por supuesto que con la Revolución en el poder la actividad del músculo se masificó, llegando a las más apartadas regiones del país, para convertir en auténtico derecho del pueblo esa voluntad expresada Fidel, apenas bajó de la Sierra.
El movimiento deportivo concebido a partir de entonces creció con la ayuda del Estado, lo cual contrastaba con las condiciones que atletas de épocas anteriores tuvieron que superar; dificultades de todo tipo para ganar en la arena internacional lauros salpicados de heroísmo, un tanto olvidados hoy por los medios masivos de información.
Nacido en La Habana el 4 de agosto de 1890, Papá Montero (zumba, canalla rumbero) contaba 33 años de edad cuando registró su gran temporada en 1923 con la franela de los Rojos de Cincinnati, en las Grandes Ligas, al coronarse líder de los lanzadores con 27 juegos ganados y ocho perdidos, así como un más asombroso promedio de 1,93 carreras limpias por juego.
Entonces, participó en 41 juegos, de los cuales inició 37 y completó 28, trabajando en 322 entradas; seis de sus 27 triunfos fueron por la vía de los nueve ceros y en cuatro oportunidades permitió una sola carrera.
Dos temporadas después, en 1925, resultó de nuevo líder en carreras limpias (2,63). Ese año ganó 16 y perdió 18, con el propio Cincinnati.
Durante sus 18 años en Grandes Ligas asistió a dos series mundiales: en 1919, con el Cincinnati, sin ser aún el gran pitcher que fue, y en 1933, con los Gigantes de New York, cuando sus días de esplendor habían quedado atrás. En la serie Mundial de 1919 tuvo dos salidas como relevista y en cinco entradas no permitió carreras, ni le pegaron jit. Ponchó a seis y no regaló boleto.
En 1933, con los Gigantes de New York, fue factor determinante en el triunfo de su equipo sobre los Senadores de Washington. Ya los años grandes del cubano habían pasado y su trabajo con los Gigantes de Nueva York se redujo, en ese 1933, a salidas como relevo.
El quinto desafío de la serie mundial, frente al Washington, marchaba tres victorias a una, favorable a los Gigantes y como el staff de lanzadores neoyorquinos había trabajado bastante en los juegos anteriores, el piloto Bill Terry tuvo necesidad de echar mano a Luque en calidad de relevo en tan importante desafío.
El cubano entró a taponar en el quinto con dos outs y se mantuvo en el box hasta el noveno, al que arribaron los Gigantes con una carrera de ventaja. Su relevo impecable garantizaba la mínima diferencia cuando, en ese último inning, el criollo se metió en aprietos y con dos outs le llenaron las bases.
Tocaba batear al toletero Joe Kuhel, que ese año había asesinado a los tiradores de la Americana, y Terry salió disparado como una flecha rumbo al box con el aparente propósito de sacar a Luque, quien con 43 almanaques a cuestas ya había hecho mucho más que lo que de él se esperaba.
Allí, pateando el montículo, con gestos fieros y fuego en los ojos, Luque, autoritario, le señalaba al manager que se fuera, que él se bastaba. Hubo un momento de vacilación en Terry, quien dándole un voto de confianza al cubano se retiró en medio de la mayor algarabía. Tres lanzamientos después, cuando Adolfo Luque tiraba el guante al aire y corría al encuentro de sus eufóricos compañeros, ya los Gigantes eran campeones del mundo.
Luque en Cuba jugó como profesional desde 1912 y dejó archivadas al irse 93 victorias con 62 derrotas, lanzando su último juego en la campaña de 1938-39 desde el box del Almendares, equipo al que sirvió la mayor parte de su vida y para cuyos parciales fue un verdadero caudillo.
Y más, Luque representó para el beisbol cubano lo que Babe Ruth para el de Estados Unidos y alcanzó entre nuestros aficionados esa espontánea popularidad, ese fenómeno de atracción que en el boxeo caracterizó a Kid Chocolate.
Bien cubano, “Papá Montero” no se dejó tentar por modas extranjerizantes: gustaba vestir la típica guayabera y el sombrero jipijapa, frecuentar las peleas de gallo y sentarse frente al tablero de dominó.
Murió de un ataque cardiaco el 3 de julio de 1957, próximo a cumplir los 67 años, en La Habana que lo vio nacer.
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