No será el mejor béisbol del mundo, pero es el nuestro, y la gente lo goza pese a la lluvia, el sol y hasta las carencias propias del bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos que, digan lo que digan u oculten lo que oculten, sí hace sus estragos como una curva endemoniada que burla los bates.
El pasado jueves, mientras veía al camarero granmense Carlos Benítez festejar el triunfo de su equipo en el segundo juego de la serie de comodines frente a un elenco de Villa Clara que semejaba un central azucarero en tiempo muerto, pensaba en el dinero que debía haber recibido por su gran actuación en la pasada Serie del Caribe. Allí fue seleccionado en el Todos Estrellas del torneo, lo que implicaba un premio en metálico, pero debido a esa arbitraria política estadounidense el cheque no ha llegado a sus manos.
En similar situación están su compañero de equipo Lázaro Blanco y el pinareño William Saavedra. Ellos también fueron escogidos por mérito propio entre los más sobresalientes de ese certamen regional.
Luego, en el IV Clásico Mundial, la OFAC autorizó que Cuba cobrara los honorarios correspondientes por su participación y premios, pero una cosa dijo esa entidad del Gobierno Federal de EE.UU. y otra se ha hecho: los cerca de 600 000 dólares que les tocaba a nuestro equipo por asistir y avanzar a la segunda fase no han sido depositados donde debían, ni se han entregado en efectivo. Sigue la espera.
De ese monto también les toca una parte a Benítez, Saavedra y Blanco. Ellos, ante esa hostil política, responden jugando cada vez mejor, y aquí, en Cuba, donde los bloqueadores no quieren que el béisbol siga siendo pasión, orgullo, identidad.
Saben en Washington que la pelota es un deporte que exige recursos, los mismos que ellos producen en cantidades industriales y de la mejor calidad posible. Pero Cuba no puede comprar en su mercado. Lo que allí fuera más barato y con la misma factura se pudiera adquirir un lote mayor, hay que buscarlo en otros lugares, a veces hasta más lejanos, y quizá sean los mismos productos, pero a precios superiores.
Pasa con los bates especiales, que se compran 13 dólares más caros que a como los venden en Estados Unidos. Si fuera uno solo no había líos, o dos, o tres, pero son miles los que se demandan y apenas se pudieron comprar doscientos, para uso exclusivo de selecciones nacionales.
Igual sucede con los zapatos especializados para la práctica de este deporte, con los arreos de receptor y hasta con las bolas de las que Cuba compra cerca de 14 000 al año, a 8 dólares cada una cuando pudiera ser a menos o traer más por el mismo cheque.
Pese a todo eso, y a la perenne exhortación para que los talentos emigren o deserten en las competiciones oficiales en el extranjero, el béisbol cubano sigue en pie, no tan bien como desearíamos, pero tampoco tan mal como quieren los enemigos de la Revolución.
De los buenos tiempos, de las glorias pasadas, de lo que falta por hacer, de los “terremotos” que deben sacudir a nuestro deporte nacional —para bien, claro—, se hablará este fin de semana en Pinar del Río, a donde concurrirán estrellas que fueron y las que son.
Todas esas generaciones han enfrentado el mismo “pitcheo salvaje” de Washington, y cada una, a su estilo, le ha bateado; a veces hits, otras jonrones, y a veces no ha dado para otra cosa que no sea una rolata por el cuadro, pero han corrido fuerte y han puesto en aprietos a la defensa. Así es Cuba. O mejor, así es el béisbol cubano.
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