jueves, 25 de abril de 2024

Martí, ese misterio dador de vida

Para Cuba existe una nación moral quizás más tangible y mucho mayor que las islas que nos componen...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 29/01/2020
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Parada Martiana-Plaza de la Revolución
Junto a los tantos niños, la pureza es un solo ser, Martí se torna tan cotidiano que pareciéramos flotar en la pureza nacional. (Abel Lescaille Rabell / Cubahora)

Pudiera parecer que Martí murió el siglo antepasado, pero quien camine las calles de Cuba, quien mire en el interior de cada alma de los habitantes de este archipiélago, hallará miles de rostros similares al Apóstol. Y es que nos hemos moldeado a una existencia que concilia aquel pasado con nuestras aspiraciones. Leer las obras donde se proyecta una nación, con todos y para todos, nos lleva a las más nobles inspiraciones, al espíritu íntimo de un sitio en el que no solo nacimos, sino del que no podremos despegarnos aunque vivamos al otro lado del mundo. La República, de esta manera, tiene una vida mística, guarda un parecido con determinadas utopías antiguas, que no por irreales dejan de tributar a un presente concreto, en construcción.

Eso no lo entienden los menores y los segundones de la vida, que quizás abundan demasiado en estos días y que, aunque naciesen aquí, pareciera que buscan una adopción ilusoria de parte de poderes ajenos, de amos que los desprecian. Martí hablaba en su poema Banquete de tiranos acerca de la raza vil, de hombres de sí propios hinchados, que hincan el diente en el manjar del mártir muerto. Y es que en la construcción ética de la cotidianidad, ser martiano implica el esfuerzo constante por apartarnos de las bajas pasiones de la especie, en una tarea cuesta arriba hacia la justicia en el plano social e íntimo, incluso mitológico y de símbolos.

En tal sentido es una mentira la muerte de José Martí, pues su presencia sola ya vertebra un legado para todas las eras, de forma que quienes lo leen reciben esa resonancia ética, entran en esa cuerda vibratoria de un mito omnipresente y que no deviene, sino que nos viene encima.

Una vez más, se trata de que la vida cotidiana no sea un banquete de tiranos, sino el sentarnos todos a la misma mesa, con iguales derechos, en diálogo fraterno, como se quiso desde los inicios de la cubanidad. Muchos hoy pensarán que seguir los pasos de un hombre del siglo XIX pudiera ser cuanto menos una ilusión vana, pero más allá del tiempo mundano, el que nos envejece y mata, está el tiempo de los dioses, el que nos lleva de la mano hacia una posición de privilegios intelectuales y éticos, que nos salva de las tantas miserias en las que seres de todo tipo tejen lo que hoy da en llamarse el éxito individual.

Martí creyó en la felicidad de los otros y por ella murió, su vida no solo fue una construcción política, sino la pasión por una escritura de la cual él se sabía deudor primero, así de comprometido era aquel que casi llamó hermana a la muerte.

Pasará un día que haya quien niegue tal legado, incluso he leído por ahí a algún chupatintas que declara a Martí como “añejo”, pero no se vencen las ideas desde el decreto, sino en una praxis que es su mejor articulación.

En Cuba hay también personas malas, lo son en el plano de la esencia más dolorosa, y para ellas nuestro Maestro reclamaría clemencia y bondad, como solo lo harían las almas superiores. No se parece a Martí ese vindicador de condena fácil, que va por ahí repartiendo golpes a sus hermanos, o sambenitos de negatividad, mucho menos el erigirnos fiscales de la vida absoluta. Para Cuba existe una nación moral quizás más tangible y mucho mayor que las islas que nos componen, y ello está incluso en el sueño de Colón, ya desde los tiempos iniciáticos, aquellos en los que nos confundieron con Cipango.

¿Cómo negar a ese que era pura pasión libertaria?, porque Martí estaba tan limpio, que ni con una sola mentira lo han podido manchar. Incluso, en la inerte faz de su cadáver, según muestran unas fotos publicadas por Bohemia el siglo pasado, se nota al hombre luminoso, sano, que más que muerto aún reflexiona. Por ello, muchos nos preguntamos hasta qué punto merecemos a un hombre así, y si será necesario otro mesías para que haya menos odio (o desaparezca la maldad del todo) entre los hijos de esta misma tierra. La luz se gana siendo luz, por el contrario, casi todos venimos de unas sombras en las que corríamos el peligro de quedarnos ciegos para siempre.

Casi todos hemos escrito, en cambio, un poema o una línea donde, como en las más grandes mitologías, hemos sido ese héroe, y en mi caso cada 28 de enero siento tal necesidad. Uno sale a las calles y, junto a tantos niños, la pureza es un solo ser, Martí se torna tan cotidiano que pareciéramos flotar en la pureza nacional. En el gesto vive el reconocimiento a que somos un leve y débil paso, frente al gigante moral que nos conduce, al que ya solo concebimos como ese amigo infinito, tan dador, tan misterioso, tan silencioso y acompañante, como dijo Lezama Lima.

Sí, cada enero escribo un poema, que pasa a engrosar la larga lista, el místico Martí individual, el que somos ineludiblemente, para poder respirar y seguir viviendo:

Martí

Hombre blanco, de piedra tus pies
y manos que vienen,
ser de la nada que llenas de mundo
tu brutal destino.

Carne con luces y cristales de vida,
fugaz Martí de los pies que se escuchan.

No dejes en la sangre tu motivo
ni pierdas el tiempo con nimios
y horrendos que manchan la faz.

Tú salvas estos vacíos y entre vientos
te vas al desatino de los días.

Ya ni la noche pudo tenerte
en disparo y caballos, ni en ríos de gemela mortandad.

No eres de un aspillero la luna,
ni mereces que pongan tu nombre a una herida.

Martí para todos, Julián mío,
hermano de mis hermanas y padre,
única criatura de porfiada pureza,
ser al que miro, en la pared de una celda
que llamo para siempre existencia y sombras.

Nadie ha debido matarte, ni tan solo con el silencio,
siquiera mediante el plumazo del escriba insano.

Porque veo tu delgado cuerpo que viene
con pies que escucho, en los claustros de historia
y las venas del viento.

Ya me acompañas en el regazo de la mujer
que nos mira celosa, en su seno de loba,
aquella de ojos de luces y cristales en el mar.

La misma que compartimos en los días de una isla,
la que prefieres llamar de una forma y yo de otra.

Martí que no duerme,
que sostiene una rosa que el mármol se roba,
que va cubriendo del blanco a las olas,
y la espuma de un final de sueños, que
nos arrebata hasta el océano.

Veo unos ojos tuyos y míos en el mismo entrecejo.

Nadie se va sin avisarle a la misa,
la misma que un santo protege en abalorios de sangre.

Y tú ya venías con el rostro en la bala
y el cuerpo colmando cada ceniza de soledades y derrotas.

Julián de los niños, el que juega en el patio
y se mira a sí mismo, convertido en una masa
de risas, cantos y piedra.

Martí de los que en caminos de agua vemos el momento,
cuando la vida hiende unos abismos sin par.

Hombre, ser, ángel, de la tierra un arcano,
al que no me atrevo.

Tu mármol ya devora la rosa y un blanco sujeto
recorre el azar y sus pasillos.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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