miércoles, 1 de mayo de 2024

El olvido de Sartre y la alienación del hombre-nada

Un tema donde el ilustre francés es actual, entre otros muchos, es el del filósofo de la libertad versus la alienación mediática que nos intenta dominar...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 13/04/2018
2 comentarios
Libro El ser y la nada-Jean Paul Sartre
El ser y la nada, una fenomenología del hombre a partir de la Segunda Guerra Mundial. (Foto: Tomada de mercadolibre.com.co).

En 1933 un joven estudiante de filosofía, Sartre, vuela a Berlín, ya desde 1927 Martin Heidegger había publicado un libro, Ser y Tiempo, donde a martillazos había renegado de sus maestros y, como buen pensador, se portó mal con sus predecesores. Hacerse una idea sobre la totalidad de lo real implica la guillotina para lo ya hecho, para la coseidad precedente, la cosa ya dicha. Pero ese Sartre, quien no sabía que en aquel 1933 tomaba el poder Adolf Hitler (o sí se enteró, pero no supo qué implicaciones iba a tener) estaba gestando un nuevo momento en la escalonada forma del hombre plantearse la historia. Francia venía de ser vencedora de la Gran Guerra, pero estaba convulsa y decadente, Inglaterra apenas sostenía la égida de un imperio y frente al occidente del Tratado de Versalles se gestaba el bolchevismo.

Como buen francés, quizás Sartre supuso lo mismo que otros en el pasado, que mientras el país galo hace las revoluciones en las barricadas, el teutón lo hace en las neuronas. Edmund Husserl, el fenomenólogo por excelencia, el filósofo de la conciencia y su intencionalidad, el maestro de Heidegger, influirá mucho en todo el pensamiento posterior. Al definir a la realidad como dasein (ser aquí y ahora), Heidegger le daba a la conciencia el punto de mira de Husserl, algo que hasta entonces no se abordó: las duras paredes de la realidad, los escollos de la vida, el coeficiente de adversidad. Recordemos la fragilidad de la república de Weimar, tan débil que Von Hindenburg, su líder, era un viejo esclerótico y disparatado que no terminará vivo su mandato.

En medio de aquella guerra gestante y la depresión del ego alemán, bebe Sartre de Husserl y Heidegger a la vez, del primero toma la intencionalidad de la conciencia, o sea, del sujeto de la historia; y del segundo los condicionantes de esa posibilidad. Comienza la gran aventura del existencialismo que ya se avizoraba en los textos del danés Soren Kierkegaard a fines del siglo XIX y que este resolvió de una manera mística. Pero lo sacro había ya muerto en las nubes de gas venenoso, a pesar de que muchos soldados oyeran, durante el día de la paz en el frente occidental, la voz de Dios, y hasta celebraran la famosa Navidad entre trincheras, obviando idiomas y nacionalismos.

Sartre, además, toma nota de un filósofo emigrado a Francia, refractario del diamat soviético, Alexandre Kojeve, quien en el periodo entre guerras dictó unas conferencias a las que asistieron muchos de los más renombrados intelectuales de esa generación, entre ellos el amigo de Sartre, Maurice Merleau-Ponty, de aquella rebelión marxista en el campo de la conciencia saca nuestro autor en 1938 La trascendencia del ego. El tema del yo, aplastado por los imperios de diferentes colores, la elección individual y la praxis diferenciada que esto implica, serán las inquietudes del pensador que removió los dos campos circundantes de la filosofía: por un lado a la conciencia en sí misma de los neokantianos y, por otro, a la conciencia pasiva y superestructural, que recibe las condiciones socioeconómicas y a la que por tanto se la debe guiar mediante una vanguardia iluminada o, léase partido, visión propia de la escuela staliniana y de un filósofo en particular Georg Lukács.

Al principio nadie entendió a Sartre y quizás aún no lo comprendan, pues quienes se dicen sartreanos, lo hacen por haber leído sus novelas y obras de teatro, excelentes piezas donde, en efecto, están posicionados sus conceptos. Pero quien quiera conocerlo de veras deberá acercarse a un libro en particular, El ser y la nada, una fenomenología del hombre a partir de la Segunda Guerra Mundial. Vayamos al año de publicación, 1943, Francia invadida por los nazis y Europa y sus valores en peligro. Había que reconstruirlo todo, de hecho, uno de los gobiernos más influyentes en la política mundial apenas estaba encarnado en la voz inaudible de Charles de Gaulle y sus discursos incendiarios desde su exilio londinense de la emisora BBC. Todo estaba por hacer, el país, la Europa, eran bastardos, no había ya linaje, aunque en 1945 el propio De Gaulle en su discurso de entrada en París hablara de la “ciudad eterna”.

El concepto de bastardía será crucial en Sartre, pues el hombre es eso, una nada, está en constante eyección hacia el futuro y por tanto su pasado, si bien lo define, no lo define. Tal es la diferencia entre el ser y la nada, el ser es, por ejemplo, una roca no se proyecta a sí misma, pero el hombre debe hacerse, no importa porqué escollos haya pasado, siempre tiene la libertad de darse a sí mismo el futuro que estime. Y aquí bebe Sartre de la genial oncena tesis sobre la praxis del hombre en la historia, esa que formulara Marx: “…los filósofos no han hecho otra cosa que interpretar el mundo, pero se trata de transformarlo”. La conciencia, como bien la define Husserl en su intencionalidad, no está en sí misma, ni reposa en un camposanto del lenguaje como luego diría el segundo Heidegger, no, la conciencia es activa y está comprometida con su presente. Es nada porque es todo, está vacía porque se está llenando a sí misma constantemente.

De manera que el mismo filósofo que en 1933 estaba ajeno a la cuestión del nazismo y del ascenso de la violencia y la alienación, escribirá un texto en 1948 llamado “¿Qué es la literatura?”, donde dirá que el escritor tiene que construirse una moral en un mundo en esencia inmoral. Por tanto, nadie puede esconderse del debate de los grandes temas, no puede divagarse sobre la nada, porque la nada está llena de contenido, el escapismo no es más que el ejercicio superfluo de Onán. No es posible callar, porque callar constituye un hablar y el silencio deviene grito. La torsión del Sartre marxista es aquí más fuerte, pues el Prometeo de Tréveris diría en pleno siglo XIX que el hambre y la explotación en sí misma no son revolucionarias, sino la conciencia de esa indignidad, y aquí se retoma lo dejado por Marx en el tintero sobre el papel de la fenomenología de la praxis en la historia. Así que aquellos escritores que quieren ser best seller sin meterse con el poder están perdidos, podrán vender mucho, pero no hacen literatura.

Quizás por eso se olvida tanto a Sartre, quien de inmediato recibió críticas por todos lados y hasta una bomba en su apartamento de París, por posicionarse del lado de los argelinos en contra del colonialismo francés. Ser Sartre siempre es oponerse, porque este filósofo rescata a la filosofía de las fauces de la academia y los papers y la vuelve no solo pensamiento sobre la totalidad de lo real, sino sobre cómo elegir nuestros posibles, cómo darnos nuestro ser, por tanto nuestra libertad.

El hombre está definido, incluso el esclavo, por esa condición que proviene del pensar: ser libre. Contra esto irán dos grandes grupos: por un lado el marxismo dogmático de Stalin y por otro los estructuralistas, que basados en Foucault, comenzarán a verlo todo como una cuestión de cruzarse de brazos ante las instancias disímiles del poder fraccionado.

Hay, sí, un tema donde Sartre es actual, entre otros muchos, el del filósofo de la libertad versus la alienación mediática que nos intenta dominar y nos dice qué es bueno, desde la Barbie ultraflaca hasta la economía de mercado y los discursos de Soros. El ser, aquello que se contrapone a la nada que es el hombre en proyección, deviene en la existencia inauténtica que definió el primer Heidegger. Se trata de un ser que hace lo que le dicen, y dice lo que le mandan a decir y por eso vive y gana dinero. Jean Paul Sartre murió en 1980, ya en 1964 le habían otorgado el Nobel de Literatura, premio que, claro está, rechazó por considerarlo un “cállate la boca” por parte del poder. Él ya era Sartre, el Voltaire del siglo XX, ¿para qué quiere un Sartre a un Nobel?


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación

Se han publicado 2 comentarios


La Oruga
 20/4/18 7:22

Como siempre...super bueno!

Javi3r
 15/4/18 1:40

Un artículo que puede ser un buen presagio sobre la nueva lectura de los 'viejos' textos.

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