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viernes, 19 de diciembre de 2025

Aquel olor a tinta fresca 

Mirar los carteles como crónicas detenidas de la historia de las tradiciones es una opción contemplativa…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 19/12/2025
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Parrandas de Remedios
Parrandas (Página de Facebook del Museo de las Parrandas)

Ir a la ciudad de Remedios por los días de diciembre es toparse con un evento que lleva años definiendo el entorno visual de las tradiciones: los concursos de afiches para las parrandas. Recuerdo de mi infancia que, en la balaustrada de cualquier casa, se colocó siempre un póster hecho con pintura y cartulina, a veces con materiales no tan resistentes que se iban decolorando. No había con qué hacer esas señales gráficas, pero las personas buscaban la manera de realizarlas. El certamen —organizado por el Museo de las Parrandas— convocaba a artesanos, profesionales o no, que tuvieran el talento de reflejar lo que la tradición manifiesta así como su perspectiva. Sin ir muy lejos, allí hay de todo, desde aldabas de las puertas de las viviendas flanqueadas por demonios hasta escenas surrealistas de tableros de fuegos artificiales iluminando la noche. Los carteles han acompañado como una crónica paralela a las fiestas, siendo en sí mismos una especie de subproducto que puede conservarse como souvenir. 

Las tecnologías han avanzado, ahora existen las impresiones con láser, el uso de los colores sintéticos, la inteligencia artificial y la programación. Todo eso le hace al diseñador gráfico más llano el camino. Sin embargo, aún, cuando veo los carteles de Remedios en el mes de diciembre, noto esa añoranza por lo meramente artesanal. Incluso recuerdo el olor a tinta de los salones del Museo de las Parrandas ya que muchas veces los afiches se traían frescos desde la mesa del artista hasta la pared. Allí estaban meses, hasta que el fragor festivo decaía y pasaban a los fondos de la institución. Además de los motivos arquitectónicos, los carteles se refieren a cuestiones del pasado, como la historia de los trabajos de plaza con sus múltiples aportes, la evolución de los fuegos, el uso de códigos de las artes universales acotado a lo local sin que por ello exista ningún desmerecimiento. 

¿Y para qué va a querer un remediano un cartel sobre sus fiestas? En más de una sala de las viviendas de la ciudad el afiche por excelencia es una de esas piezas. He tenido la oportunidad de conocer a varios de los artesanos que ganaron los concursos de este elemento de las artes. Algunos también eran realizadores de carrozas y trabajos de plaza, otros, personas que tenían un trabajo como obrero popular en la villa. El diálogo entre los códigos visuales alcanzaba una calidad envidiable, sobre todo porque, si bien la plaza de Remedios es una sola y muy reconocible; cada sujeto le daba su particular estilo, le imprimía su visualidad. En uno de esos carteles recuerdo que se hacía una mezcla de los símbolos de los barrios parranderos con las leyendas locales. A la globa del Carmen se sumaba el güije de La Bajada dentro de uno de los estandartes. Todo ello representaba una salida de los simpatizantes de las fiestas, una de tantas en las cuales —en medio del fragor de la música y la pólvora— los parranderos se detenían a bailar, hacer chistes o a comportarse disparatadamente como corresponde a esta variable del teatro popular.  

Uno de los artistas que por décadas ha hecho una excelente cartelística es Hernani Hernández, quien a su edad provecta sigue trabajando en su taller pincel en mano y con las técnicas de la vieja escuela. Además de los afiches, cada año hace dos retratos de personajes populares de Remedios y los devela en su peña De pascuas a San Juan. En la obra de Hernani está el aliento naif de quien se dedica a eso solo como divertimento, pero además, el trazo serio de la persona que quiere marcar una huella, no pasar desapercibido. Por lo general los afiches de este hombre abordan una visualidad irreverente en la cual la ciudad se propone desde un ángulo insólito, monstruoso, mitológico. Y es que la villa reclama este tipo de acercamiento, este entramado en el cual se dan cita tanto el miedo al pasado contradictorio y caótico como la certeza del presente monótono, aislado en ocasiones, parsimonioso. 

Mirar los carteles como crónicas detenidas de la historia de las tradiciones es una opción no solo contemplativa. Hace unos años, la página de Facebook del Museo de las Parrandas se vio impulsada por las circunstancias a hacer sus exposiciones de forma virtual. La pandemia de COVID19 llevaba el terror a las salas y los eventos presenciales. En ese contexto, la belleza de los afiches, con sus explosiones de color, dio vida a la memoria de los mejores años de una villa que llegó a exportar su parranda hacia el extranjero. En tierras lejanas, los de Remedios hicieron simulacros de estas fiestas. También, las redes les dieron a los participantes una modalidad no presencial, que sigue practicándose mediante directas, trasmisiones diferidas y en vivo. Todo eso tuvo su correlato en los carteles, los cuales de inmediato reflejaban las parrandas desde la visualidad de la pantalla de un celular. Sin dudas, hasta el momento los remedianos han sido resilientes en la hechura de su arte y buscan la manera de que prevalezca más allá de las limitaciones del contexto, el tiempo, el espacio, la economía. 

Que no se piense que los autores de los afiches lo han tenido todo para triunfar en esta esfera. Si bien muchas de estas piezas visuales luego se reprodujeron industrialmente, otras están en un almacén a la espera de que alguien las redescubra. Son iluminaciones del alma de un pueblo, acercamientos perennes que se niegan a quedarse a la sombra. Los carteles no solo anuncian, sino que hacen poesía de la nada, de ese vacío que nos queda cuando se acaba el último fuego en las calles y la calma se traga la villa. 

No se sabe si el año en que se dejen de hacer estos afiches la memoria seguirá intacta. A fin de cuentas, las fotografías no son un retrato fiel, ya que les falta lo interno. Sin embargo, la cartelística se remite a los instantes de esencia, viaja a los momentos en los cuales brilla la tradición y poseen un apego emocional. Si bien el olor a tinta de las salas del Museo ya no es lo que prevalece, hay que recordar que durante décadas solo tuvimos esas porciones de cartulina para ponerlas con unas puntillas en la puerta o amarradas a la balaustrada hasta que las lluvias de marzo y sus vientos las hacían girones. Nada como saber lo pequeños que fuimos para aquilatar la grandeza. 

Uno de los carteles que se me quedaron en la memoria versaba sobre un demonio que era a la vez una llama de uno de los fuegos de parrandas. El rostro infernal se deshacía en lenguas ardientes a la par que se iban consumiendo las dos iglesias que custodian la plaza. Allí, la metáfora del tiempo y el espacio se hacía una misma cosa gracias al arte. Se estaba eternizando la huella sobrehumana de las tradiciones. El cartel era de los años noventa y por tanto de la era de los olores a tinta fresca. No tuve el honor de conocer al autor —quien desapareció anónimamente y no volvió a concursar— pero hay que anotar que en gestos como esos nos va lo identitario, son esas aristas del alma las que guardan aquellos símbolos poderosos, las esquirlas que se clavan en la carne de los sueños. 

El cartel de las parrandas es monstruoso, deforme, naif, irreverente, guerrero, luciferino. Todo eso abarca naturalezas fugaces que apenas quedan atrapadas deficientemente en las líneas de este texto. 


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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