viernes, 17 de mayo de 2024

Regresa… ¡aún te espero!

Junto a las riberas del río Cauto, con poética ingenuidad las gentes siguen repitiendo la triste leyenda de la india Yareya, una historia de amor y de muerte....

Argelio Roberto Santiesteban Pupo
en Exclusivo 18/01/2014
5 comentarios
India y leyenda popular
Las leyendas populares aún están vivas en Cuba.

No me atrevería a asegurar que lo dicho por esta leyenda es decididamente cierto. Bien sé que lo tratado en las líneas que siguen carece de un respaldo bibliográfico y testifical. Este emborronador de cuartillas  se encuentra huérfano de confiables, apolillados, amarillentos y frágiles folios que autentifiquen el suceso descrito.

Pero se pregunta uno: ¿acaso La Poesía no es prueba irrebatible, capaz de ser presentada ante el tribunal más escrupuloso e implacable? Sí, el hálito poético –sobre todo si viene del pueblo--  debería ser evidencia jurídica incuestionable.

Pero, para introducción, ya va para larga. Así que encaminémonos hacia los ¿hechos? O sea, a lo que en familia cubiche llamamos “el pollo del arroz con pollo”.

UN IDILIO INDOCUBANO

En plena época de megacomputadoras, clonaciones y –lo que es más triste--  bombas inteligentes, en los albores de este supertecnificado y ultracientificista siglo XXI, junto a las riberas del río Cauto, allá por el triángulo donde en Cuba amanece, con poética ingenuidad las gentes siguen repitiendo la triste leyenda de la india Yareya, una historia de amor y de muerte.

Ellos declaran, juran y vuelven a jurar que en las noches de plenilunio, cuando a la luz del astro se suma la de un enjambre de cocuyos, por aquellas aguas viaja una piragua fantasmal, cubierta de flores. Y cuando la frágil nave toca la orilla, desciende a la llanura una bellísima mujer broncínea. Como delirante, busca un túmulo cubierto de plantas florecidas, besa la tierra y huye gritando con voz lastimera: “¡Yo te amo! ¡Todavía te espero!”.

Así lo contó el cronista que recogiera, en las márgenes del Río Padre, la leyenda de la india enamorada: “Yareya era hermosa y linda como la flor de la pitahaya, pura como la paloma y graciosa como la guaní. Su cuerpo era flexible como el junco de las lagunas, y en su negra cabellera el aire bebía fragancias. Todos se inclinaban ante Yareya, todos la amaban, desde las apacibles márgenes del Yariguá hasta las verdes riberas que bordea el majestuoso Cauto”.

 La leyenda nos llega desde antes de la presencia europea en la comarca. Faltaban muchos años para que Cristóbal Colón, llevando como piloto a Juan de la Cosa, bordeara nuestro litoral sureño en su segunda incursión cubana, la misma en que, al final –despistado, como siempre--  nos mal identificaría como parte del continente, ignorando nuestra condición isleña.

Pero echemos a un lado pulcritudes historiográficas, para dar la palabra al cronista:

 “Una tarde, cuando el sol aún no se había escondido en el horizonte —esa hora en que no suspira ni un ave, ni una rama, ni una hoja—, Yareya, coronada de una diadema de flores, se dirigió con lento paso a las orillas del Cauto.

 “Miró reflejarse su rostro en el cristal movible de las aguas y se encontró tan bella que dejó asomar a sus labios una leve sonrisa. Fijó los rasgados ojos en lontananza y exclamó, con voz más dulce que el rumor de las palmas: “¡Cuánto tarda!”.

Nos dice el narrador que, tan pronto se escuchó la queja de la india, un sonido de remos rompió el silencio de la tarde. Poco después saltaba a tierra un arrogante taíno. Sobre sus espaldas, el arco y las flechas del guerrero. Era Guacanayabo, el más valiente de los caciques del oriente cubano.

 Y cuentan que aquella tarde la selva perfumada, a orillas del Cauto, sólo escuchó tiernos susurros de amor. Ah, pero no sólo el valiente Guacanayabo había tenido ojos para aquella hermosura,  florecida junto al Cauto.

Por allá, por el Jiguaní, el fiero cacique Ornofay también la codiciaba. Así continúa su relato el cronista:

 “De pronto las siempre tranquilas aguas del Cauto se vieron surcadas por multitud de piraguas con guerreros del cacique de Jiguaní, armados con flechas y mazas de guayacán.

 “Al frente de la partida, el feroz Ornofay, quien se proponía robar a Yareya aun a costa de la sangre de sus súbditos. Y en la noche se escuchó el sonido del guamo, que el eco repitió de valle en valle. Era la señal de la lucha. En toda la comarca no se oyó más que el caracol, entonando el himno de las batallas”.

 Fue terrible la contienda. Y, en medio del combate, Onofray no cesaba de preguntar, a gritos: “¡Dónde está Yareya!”. Hasta que, en el fragor de la batalla, tropezó con un corpulento indio que lo retaba, diciéndole: “Soy Guacanayabo y amo a Yareya. ¡Que el Dios del Exterminio decida entre tú y yo!”.  Y se arrojaron el uno sobre el otro.

 El cronista, fiel al estilo de su época, sigue narrando: “Cuando los primeros rayos de sol comenzaban a teñir de púrpura los lejanos montes, Yareya, confusa y trémula, recorría su mirada sobre los despojos del combate. ¡Buscaba a su amante entre los muertos!”.

Allí, todo cubierto de sangre, yacía sin vida el bárbaro Onofray. Y, a pocos pasos, casi expirando, se encontraba, hermoso hasta a las puertas de la  muerte, Guacanayabo. Yareya dijo adiós a su amante con un beso y, según cuenta la tradición, aún vaga por la tumba del escogido, quinientos años después, mientras repite lastimeramente: “¡Yo te amo! ¡Todavía te adoro! ¡Seguiré esperándote!”.

 PONER EL PARCHE ANTES DE QUÉ...

 Regresemos a este mundo tridimensional, concreto y despiadado del siglo XXI. Ya estoy previendo las consecuencias de mis líneas anteriores. El timbre del teléfono machacará mis tímpanos, inmisericordemente, con llamadas de los colegas. Sobre todo de los amiguísimos, de los cúmbilas: “Yeyo, apretaste. Coño, a estas alturas, ¡una telenovela taína!”. Y quizás tengan toda la razón del  mundo.

Sólo esgrimo una atenuante. Yo transito, habitualmente huyendo, ante el telerreceptor. Pero, con el rabo del ojo, me convenzo de que  los culebrones con los cuales la pantallita estupidiza a la gente les dan raya y salida, en cuanto a banalidad,  a mi romanticoide artículo.

Sí, me quedo con mi argumento. (Por tierno. Por poético. Sobre todo… por nuestro). Y vaya lo uno por lo otro.

 


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Argelio Roberto Santiesteban Pupo

Escritor, periodista y profesor. Recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1983 con su libro El habla popular cubana de hoy (una tonga de cubichismos que le oí a mi pueblo).

Se han publicado 5 comentarios


senelio ceballos
 22/9/14 6:34

Lic.PUPO..por que ud no le contesta  a sus lectores?..Podeis explicarlo!!!

Lourdes Puentes desde FB
 20/1/14 9:29

Que hermosa historia de amor, que gracias a su artículo ya no sólo es cubana, es del mundo. Saludos desde México, DF

Dina Patricia Ayala Javelly desde FB
 20/1/14 9:28

Muy bella leyenda indigena

Maria Alvarez Rodriguez desde FB
 20/1/14 9:27

BELLO..

manuel jaen
 19/1/14 10:37

Buen día.Vaya relato,de lo más hermoso,viva la historicidad verbal.Lo del pueblo es del pueblo y por más qué se opongan los eruditos allí esta.Viva el publo Taino,Viva Yareya.Como Taíno Guacanayabo.Seran leyendas pero,nos inspiran a vivir el pasado.Gracías hermano por plasmar estas lineas hermosas.Desde La República Bolivariana de Venezuela.

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