sábado, 20 de abril de 2024

¿Por qué la industria no enlata al jazz? (II)

El interés no es  mostrar la universalidad de la imaginación humana, sino moldear las vivencias y los argumentos...

José Ángel Téllez Villalón
en Exclusivo 14/02/2023
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Herbie Hancock
Hancock: “La buena música reposa sobre el alma humana, no sobre la apariencia" (Foto: Gabriel Guerra Bianchini).

Pero sí, lo intentaron enlatar y estandarizar. Precisamente, al ritmo de jazz se anunció la entrada a una nueva fase en el desarrollo del modo de producción capitalista, el de la reproducción mecánica, la producción industria de la música  para  su masificación. En las décadas de 1920 y 1930,  la música que otrora entretenían al pueblo en bailes y espectáculos musicales en vivo fue  capturada en discos para su reproducción masiva. Era el primer capítulo de la cooptación de movimientos musicales contestatarios por parte de la industria musical. Un culebrón que dura hasta nuestros días.

Para  su popularización, para transformarlo en “música de entretenimiento”, había que congelar  “el aura” con el que nació, ese toque de improvisación a partir de ritmos cadenciosos y sincopados, entre otra serie de pautas que lo diferenciaban  de la música hegemónica, el de las orquestas “blancas” de la época. Había que “sujetar”  un ritmo en  continuo traslado metafórico,  cerrero porque se desvía continuamente de los recorridos que se proyectan.

Había que arrebatárselo a los músicos. Y comenzó a ser propiedad de  los dueños de los clubes y de las disqueras, de los agentes de contratación y  los promotores de festivales.

Eso explica las tan severas anotaciones que sobre el jazz hiciera de Theodor Adorno.  Exageradas e infundadas para algunos, pero una tendencia que fue confirmada, y con creces, con otros géneros. Entiéndase, la reproducción estereotipada de fórmulas para componer música, como “recetas fáciles” para  “encandilar al público”.  La música como mero  elemento de complacencia para el auditorio, empaquetada con una aparente novedad, para encubrir  otras operatorias  reificadoras.

De tal modo, como advirtió  el de la Escuela de Frankfurt,  se extingue el “buen oyente”, aquel que “comprende la música como su propia lengua sin preocupación de la gramática”, cuya exigencia está contenida en el auténtico acto de escuchar.  El “oyente común”, planteó Adorno “se transforma en un comprador que todo lo acepta... [que] no opera de manera crítica con respecto al todo preconcebido sino que suspende la crítica que la totalidad de estética congruente ejerce sobre los aspectos quebradizos de la sociedad”.

Este “cambio de función de la música afecta los elementos constitutivos de la relación entre arte y sociedad; cuando más inexorable es el principio del valor de cambio a los hombres en torno a los valores de consumo, tanto más se enmascara el valor de cambio mismo, como objeto de placer”. En términos de Adorno, “el papel de la música en el proceso social es exclusivamente el de una mercancía; su valor es el del mercado [...] su valor de uso se ha subsumido completamente en su valor de cambio”.

Hoy no se produce música para el  “buen oyente” sino para el “buen consumidor”, para ese comprador acrítico  que  como alertó recientemente   Hancock, “Ya no tiene una conexión trascendental con la música y su calidad. Sólo quiere el glamour y la promiscuidad de vidas privadas y figura públicas”. Eso es parte de la “modernización cruda y banal” que sufrimos.

La música se enreda en el lazo de la compra y venta y deviene en otro instrumento para dominar. Los magnates de la Industria saben que con el goce instantáneo, se asientan mejor los "mensajes ocultos", se sedimentan en lo más profundo, por debajo de lo consciente. La gozadera lubrica y dilata  los canales de la manipulación. Manipulaciones biopolíticas en el “tiempo de ocio”, de la   diversión y del entretenimiento, para  capitalizar más plusvalía ideológica.

El  "tiempo es   oro", pero no metafóricamente, sino sonante y aplastante para los más ricos; porque han  homogenizado también el  “tiempo de ocio”  de las masas. Ese tiempo socialmente necesario para el desarrollo de su subjetividad y singularidad  deviene en tiempo alienado, tiempo organizado por otros, para beneficio de los millonarios.

Por ello, promueven una música banal y banalizadora, repetitiva y adictiva. Para enganchar a la masas en un tiempo alienado, no libre  de elegir, ni de asentar identidades que los inmunice frente a la estandarización mecánica. Música para  capitalizar sus emociones, para  anular sus manifestaciones “humanoascendentes” y  esas singularidades que lo hacen únicos e irrepetibles.


De ahí que la industria de la música apunte a la “piratería”, pero  legitime el plagio y el “corte y pega”, la apropiación y mercantilización de los ritmos autóctonos.

Con consumidores más  homogéneos se hace más rentable socializar sus ideologramas,  la mitología del  “tener”,   la mitología del dinero.  Como una especie de “religión de la vida diaria”,  diría  Marx.

Así se hace más fácil convertirlo todo en mercancía, al hombre mismo, a ciertas músicas y a una separación marital  como la de Shakira y Piqué.  Y se vuelve todavía más fácil y rentable si estos mitos se montan sobre la tecnología “neutral” que socializan como un nuevo fetichismo, una consumismo instalado en el dominio mismo de esa tecnología, significada como la moda y  el progreso, y sobre las que circulan, cada vez más, las más disimiles relaciones sociales.

No les conviene ninguna experiencia musical que desarrolle la sensibilidad, ni les recuerde a los subordinados  su potencialidad expresiva y creadora, que apunte en un sentido emancipador o  ilustrador de las complejidades de la vida y  de sus intrincadas  conexiones con el Big Bang.

La uniformidad de las mercamusicas que la industria premia y promueve nubla las particularidades de las creaciones artísticas. Su re- producción en serie asfixia la diversidad y las riquezas de las culturas.

Porque su interés no es  mostrar la universalidad de la imaginación humana, sino moldear las vivencias y los argumentos, con más impacto y  menos gastos. Re-producir un consumidor alienado, que solo se sienta compelido a repetir o imitar a estos ídolos  “famosos”, con tal de estar en el Mundo, en el Mundo de las pantallas. Así le escatiman su tiempo de crear, de expresar su sensibilidad y  de acceder   al "reino de la libertad", sobre la base del dominio de la necesidad.

“La buena música reposa sobre el alma humana, no sobre la apariencia. El jazz tiene valores, enseña a vivir el momento, a trabajar juntos y sobre todo a respetar al siguiente. Cuando los músicos se reúnen para tocar juntos, hay que respetar y entender lo que hace el otro. El jazz en particular es un idioma internacional que representa la libertad, por sus raíces en la esclavitud. El jazz hace que la gente se sienta bien consigo misma. Por eso hoy se marginaliza, o ya no forma parte del circuito `pop´”, destaca el ya mencionado pianista  y embajador de Buena Voluntad de la UNESCO.

Por eso, con  Atzmon y  Hancock, con el jazz genuino, imagino se  mundo mejor y posible.


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José Ángel Téllez Villalón

Periodista cultural


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