jueves, 25 de abril de 2024

Guía del perfecto estudiante

Las ideas que cierta profesora escribía en la pizarra como sin querer, más que las respuestas del próximo examen, escondían el secreto de un nuevo mundo...

Justo Planas Cabreja en Exclusivo 30/08/2013
2 comentarios
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Para algunos, la primera pista de ese misterio comienza este septiembre.

Cuando recibí mi título de licenciado, el 3 de julio de 2009, a la par de la alegría que contagiaba a mis compañeros de curso y sus padres en el Aula Magna, una sensación de vacío comenzó a apoderarse de mí. Llevaba 19 años envuelto en la vorágine del estudio: la primaria, la secundaria, el pre, la universidad; y, de pronto, con un papel firmado por el rector de la Universidad de La Habana todo parecía haber terminado. Iniciaba para mí otra etapa. Y aunque es cierto que si uno se respeta como profesional nunca deja de ser alumno, el 1ro. de septiembre parecía condenado a transformarse en un día como otro cualquiera en mi vida.

Mi mamá recuerda, de esos días de comienzo, el olor a madera nueva de los lápices, un olor que según ella inundaba su primaria. Yo, por mucho que afilé la nariz y por mucho que afilé lápices también, nunca lo sentí. Mi septiembre en la primaria estaba lleno de libretas nuevas, con hojas listas para demostrar que yo sí podía esta vez tener letra buena —eso significa en la jerga de mi tiempo una caligrafía correcta—, y que yo sí podía tomar las notas de clases como cualquier estudiante aplicado. Para octubre o noviembre desistía ante la evidencia de garabatos y frases inconexas que terminaban arruinando todas las cuartillas; pero siempre estaba la esperanza del próximo septiembre y el próximo paquete de libretas, ambos parecían inagotables en aquel lejano 4to. grado.

No recuerdo qué profesor al darnos la bienvenida a la secundaria nos dijo que cada estudiante llevaba los 100 puntos de su asignatura guardados en la mochila y que la mayoría lo iría perdiendo mes tras mes por malas decisiones. No recuerdo al profesor, pero jamás olvidaré la frase. A pesar de ser un alumno de pañoleta azul y roja bastante irregular, cuando vestía el pantalón amarillo estaba yo en las vanidades de no perder un punto y de ser el mejor de los mejores.

Nada se confunde más fácil con un buen estudiante que la calaña de los promedios altos, capaces de pasar un tiempo considerable de sus días, de sus meses, repitiendo coletillas de frases o cálculos, asintiendo acríticamente a todo lo que el profesor propone y hasta sobornándolo con sonrisas y elogios con tal de recibir en julio un número cercano o igual a 100. Muchos de ellos cuentan, tristemente, con la inteligencia, la aptitud y la voluntad suficiente para convertirse en buenos estudiantes; pero no lo son. Son —si me permiten ponerme verde— peores que los peores del aula, pues estos cumplen fielmente sus deseos, mientras que aquellos viven esclavos de una apariencia.

Mi primo, que es el mejor carpintero de Centro Habana, se queja de ser el más bruto de la familia. Estoy convencido de lo contrario, porque siempre está desarmando muebles viejos para ver cómo las manos expertas de otro tiempo domesticaron su madera. Mi primo tiene lo que algún que otro compañero mío de la Lenin, e incluso ciertos profesores de la universidad, nunca creyeron necesitar: necesidad de aprender. Nada retrata mejor a un buen estudiante que su sed de conocimiento, más allá de las notas y a veces a pesar de ellas.

La BBC se preguntaba recientemente qué tenían los estudiantes de Noruega (creo que era Noruega) que siempre aparecían al tope de los mejor instruidos del mundo. Los españoles contaban con más horas clases, los alemanes con más tareas y los franceses destinaban más dinero a la enseñanza; pero los noruegos seguían como el sapo Alfredito, haciéndolo mejor. La respuesta de la BBC estaba en los profesores, que no reciben un salario más alto que en otro país, pero sí cuentan con un inusual respeto entre sus compatriotas. Las carreras pedagógicas son las más codiciadas y las más difíciles de obtener. Para que una escuela primaria noruega permita que un profesor se pare frente a una de sus aulas, este debe tener como mínimo una maestría.

No es que sea un gran entusiasta de los títulos, diplomas y certificados, pero me imagino que muchos de los profesores noruegos aptos para la docencia deben tener después de largos años de estudio un gran amor por el conocimiento; y ese amor, para suerte de sus alumnos, es contagioso. Con lo cerca que vivo de la Escuela Normal (y después de chequear que mi ventilador continúa encendido), no me queda duda de que estamos bien lejos de Noruega. Pero aún, el inventor norteamericano Thomas Alva Edison, el padre del psicoanálisis Sigmund Freud, Albert Einstein, quien postuló, entre otras, la Teoría de la Relatividad, Vladirmir Ilich Lenin y muchos otros, lograron convertirse en grandes estudiantes a pesar de no contar con instituciones docentes cómplices de sus búsquedas.

Leyendo algún trabajo del abuelo Carlos Marx comprendí cuán infeliz era la gente que se despertaba cada día y dedicaba ocho horas de trabajo o estudio a cosas que no le gustaban, cumpliendo con sus tareas sin ánimo y a regañadientes. Ocho horas es un tercio del día, casi la mitad, si descontamos las horas de sueño. Casi la mitad de la vida aburridos, locos por envejecer y retirarse de una vez para hacer colas en los estanquillos, los bancos y las panaderías. Así andan todas las mañanas multitudes de zombies que pretenden ser médicos, ingenieros, vendedores de maní, estudiantes de preuniversitario y profesores de secundaria. Es una forma muy común de invertir el tiempo que nos toca en este mundo.

Cuando uno raspa la historia que se esconde, por ejemplo, detrás de los célebres Pitágoras y Tales (tristemente célebres para los estudiantes de secundaria), descubre personas tan normales como esa que se sienta en el pupitre de al lado, que no elaboraron teoremas para que los de 8vo. grado salieran mal en el examen. Detrás de cada asignatura, de cada clase, se asoman multitudes de hombres como nosotros, pero con una sed de mundo, con una curiosidad inagotable, con un propósito bien claro en la vida. Algunos de ellos estuvieron dispuestos a morir por esa verdad que ahora hace girar la maquinaria de los televisores, los carros, los teléfonos celulares y hasta las secadoras de pelo.

Ahora mismo hay otros miles haciendo historia (o escribiéndola, o analizándola, o filmándola). Muchos de ellos descubrieron de pequeños, o en la adolescencia, que los libros de texto o las ideas que cierta profesora escribía en la pizarra como sin querer, más que las respuestas del próximo examen escondían el secreto de un nuevo mundo, el que ellos después de mucho esfuerzo estarían a punto de construir. Para algunos, la primera pista de ese misterio comienza este septiembre.

 


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Justo Planas Cabreja

Periodista que aborda temas culturales, especificamente cine y literatura. Recibió el II Premio de Ensayo “José Juan Arrom” por el trabajo “El reverso mítico de Elpidio Valdés”.

Se han publicado 2 comentarios


Justo
 1/9/13 13:42

Arístidez, no puedo estar más de acuerdo con usted. A veces tenemos que aprender a amar el conocimiento, sobreponiéndonos a la mala costumbre (que tienen incluso algunos profesores) de concebir la escuela como un castigo a las primeras etapas de vida.

Arístides
 30/8/13 8:18

¡Magnífico escrito, compañero Planas! Su descripción ha sido para mí un recordatorio de lo mal estudiante que fui, pero que sin embargo era, y aún soy, un empedernido buscador de conocimientos, de esos que no te enseñan en la escuela, y que puede ser que nunca en la vida tengas que utilizar para buscarte la vida, pero que me resultaban muy importantes. ¡Qué contradicción! ¿Verdad? Muestra de lo que le digo pudiera ser que llegué a primer grado sabiendo leer (cuando aquello no se había inventado, al menos en Cuba, el “kindergarten”, o prescolar, según la nomenclatura de hoy día), y mis primeros pininos en ese a veces tan difícil arte, lo inicié en las páginas de la revista Selecciones que llegaba a casa todos los meses. Me llamaban la atención, y mucho, los anuncios comerciales, claro que no me hubiera podido enfrascar en la lectura de uno de sus artículos, y me admiraba que yo solo demoraba unos pocos minutos para verlos todos, cuando en uno de esos anuncios decía que “mientras usted lee esta revista, haremos otro Aircobra” (un modelo de avión de la Segunda Guerra Mundial), y esa, precisamente, fue la primera oración que pude descifrar con la dedicada ayuda de papá. Después vino la “obligación” de asistir a la escuela, porque se me imponía como tal, al punto que con tan solo 7 “añitos” comencé a despertar casi a diario con un agudo dolor en el lado inferior derecho del abdomen que casi me impedía caminar. ¿Qué pensaban mis padres? Lo mismo que usted se puede imaginar”: que no era cierto, que fingía. Una de aquella mañanas en que eran intensos los dolores, papá me llevo en brazos a la escuela, porque tenía que asistir de todas todas, y la cosa fue que a poco los síntomas se agudizaron y la maestra tuvo que pedirle a la conserje que fuera en busca de papá. Corrió conmigo al médico de la clínica mutualista que pagaba, y el galeno, con un ojo clínico que sorprendía, diagnosticó una apendicitis aguda que requería, según su criterio, de una intervención quirúrgica, y pronto, un procedimiento que me parece se había puesto “de moda” en aquellos años. Todo eso me hizo pensar con mi “cerebrito” de entonces, que a la escuela había que aborrecerla, y sin duda eso influyó en mí hasta que casi no termino el Bachillerato. No pienso que mi singular caso sea el mismo de algunos otros, pero muchas veces los padres no se preocupan de que los hijos vean la escuela con amor, como un “pasatiempo productivo” que nos dará buenos frutos en un futuro. Se nos impone, como el cumplir con las asignaciones diarias, y nadie, por naturaleza, por ese innato sentido de independencia, acepta que se le imponga algo, por lo que perciben esa importante tarea, como “un castigo” que se le impone por ser niño, adolescente o joven. Y no creo equivocarme en mis criterios, pero ¿no sería muy bueno que esos métodos de imposición dejaran de practicarse y se le inculcara a los infantes, desde sus más tempranos años, a que vean la escuela como “un juego más”, como una “aventura” en la que será protagonista…? Que se sientan intensamente motivados a ir a clases. Y en eso no solo deben participar los padres, sino también los maestros, con el apoyo de los “muñes”, impresos o televisados y de todos los medios de que se dispone. Gracias por su atención.

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