martes, 23 de abril de 2024

Esa extraña palabra llamada paz

Este fin de semana, marcado por el Día Internacional de la Paz, se llenó de niños cubanos que reclamaron para sí todo el sosiego del mundo...

Leticia Martínez Hernández en Exclusivo 21/09/2014
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Él pintó un soldado, un tanque de guerra retorcido, niños apilados protegiéndose de quién sabe qué dolor, con un trazo curvo allí donde debió vivir una sonrisa. Corría el año 2010, estaba en un campamento de desplazados en Puerto Príncipe, Haití, pues un descomunal terremoto se había ensañado con la tierra más desprotegida de América.

Se llamaba Munrique, y por aquel entonces dormía junto a su mamá y un montón de familiares más en una casa de campaña lastimosa. Le habíamos pedido un dibujo, queríamos narrar su historia, su triste historia, pero solo hablaba de militares. Y si hubiéramos acabado de aterrizar desde Martes podría permitírsenos el asombro ante las contestaciones de Munrique, pero terrícolas al fin sabíamos que muchas veces la respuesta a los desastres naturales era una avalancha de hombres uniformados. Allí estaban ellos, alarmantemente armados, erigidos en baluarte de la paz, rodeando, dicen que cuidando, un campamento de sufridos desplazados.

Ella nació en Gaza bombardeada. En medio del terror, le pusieron por nombre Shimah, como la madre muerta. Nació de un vientre inerte, en un parto triste, en el que su madre no pudo siquiera escucharle llorar. Momentos antes un mísil israelí había hecho diana en lo que pudo haber sido un hogar feliz. Cinco días después, y cuando el mundo entero veía en Shimah un símbolo de esperanza, ella también murió.

Katia es una madre que reside en Slavianks, la ciudad bombardeada al este de Ucrania. Su hijo de ochos años sabe que debe esconderse en el baño cuando los misiles vuelan cerca. Y cada mañana le tiene una dolorosa pregunta: “Mamá, ¿nos bombardearon?”

A Mohammad le ensañaron a decapitar. Tiene trece años y guarda una bolsa con una muñeca rubia, de ojos azules, vestida con uniforme de color naranja como los de  prisioneros de la Base Militar norteamericana en Guantánamo. Los terroristas del Estado Islámico le ordenaron decapitarla con un cuchillo y, de paso, le aconsejaron que se cubriera el rostro mientras lo hacía.

José Alejandro es un abuelo cubano que sueña con Lucía, su nieta. Sueña que ella está en una playa jugando a la pelota con niños que hablan un idioma extraño, con palabras como abdulah. Los nuevos amigos de Lucía le parecen conocidos. Resulta que son “los cuatro niños palestinos despedazados día atrás por un misil israelí en una playa de la martirizada Gaza”. Y el sueño se hace pesadilla, el abuelo quiere rescatar a su nieta.

Parece que la paz se esfuma, que no es compatible con nuestra raza, que es tan frágil como aquellos pétalos de mariposa guardados por siglos en un libro viejo. Para dondequiera que uno mire el horror parece burlarse de todos y nos tilda de incapaces por no saber vivir en armonía, con tantos motivos para hacer fiestas.

Y mientras en el mundo se apedrean unos a otros, Naciones Unidas, sin fuerzas para hacer mucho más, señala el 21 de septiembre como Día Internacional de Paz. Entonces Cuba se llena de niños que reclaman para sí todo el sosiego del mundo, y repletan los parques, y cantan sin penas, y bailan sin inhibiciones, y dibujan soles, flores, arcoíris…porque no viven en un país perfecto, pero cada mañana amanecen sin el miedo de no saber si llegarán al final del día, sin tener que preguntar a sus madres por bombardeos, sin haber localizado de antemano un lugar para esconderse…

Por eso, mientras al mundo se le vuelve cada vez más extraña la palabra paz, sigamos en esta Isla cantando la vieja canción, aquella que coreamos para “no escuchar el cañón”, aquella que cantábamos en nombre de “los niños que viven en paz y aquellos que sufren dolor”. Sigamos alzando la voz por los que no cantarán. Y porque la paz no se nos vuelva esa palabra extraña apostemos a ella todos los días del año.


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Leticia Martínez Hernández

Madre y periodista, ambas profesiones a tiempo completo...


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