miércoles, 24 de abril de 2024

El amor correspondido de la mujer y la tierra

De la mujer del campo es mejor quedarse con algo sin comprender, para justificar lo mágico que viene en la sonrisa cuando te ofrece un vaso a la mitad de café puro y recién colado...

Dilbert Reyes Rodríguez en Exclusivo 15/10/2014
2 comentarios

“Con la tierra hay que darse a querer”, me dijo Cecilia, la única vez que la vi.

Recuerdo que mi instinto inmediato fue preguntarle por qué, como casi siempre hago cuando sospecho que la respuesta tiene interesantes argumentos escondidos.

Pero me aguanté, porque hay frases que aún sin contexto se explican por sí solas, y aquella campesina bayamesa dedicada por años a su parcela de viandas y hortalizas, había puesto suficiente pasión en sus palabras como para entender que entre la tierra y ella mediaba una relación viva de amor.

Pareciera imposible, pero es solo una más de las innumerables cosas que asemejan milagros cuando llevan la mano mágica de una mujer; porque es casi condición universal, ley natural, que algo florezca donde existe una de ellas.

Demasiados ejemplos he sabido que convencen. Hay un calor diferente en la mano femenina, y entre los oficios rudos, los del campo digamos, la presencia delicada cobra valores supremos, capaces de convertir lo árido en fértil y la semilla en árbol robusto.

Esa fuerza es como un don que hace distinta a la mujer del campo, una especie de poder con que la naturaleza la bendijo, que le permite crear, parir maravillas similares al brote de una rosa en una grieta caliza, cosechar manzanas en el trópico, rendir un búfalo a los pies con la palabra y la caricia, o salvar de la muerte al ternero desvalido.

La vida siempre es un regalo, y las manos de la mujer rural parecen surtidores de vida a borbotones: una flor, una semilla, un fruto, un cachorrillo, un patio de aves golosas, un jardín de árboles grandes, una ubre a reventar, un hijo pegado al pecho mientras la azada descansa.

“También es dura, muy dura, pero tiene premios grandes”, me dijo, además, Elvira, más joven que Cecilia; salvándome la crónica de pintar solo la luz, las maravillas.

Elvira siembra arroz, y en los arrozales hay apenas un árbol, la postura es arqueada, el sol se sienta sobre la espalda y el fango casi alcanza la media pierna. Aún así es la mejor productora de la zona, en las afueras de Yara, y no hay parcela de hombre que compita en rendimiento con el terreno de ella.

“Solo un secreto: lo que ellos siembran regando arroz a puñados, lo hago yo mata por mata, colocando la postura que antes “gocé” con cuidados especiales, más cerca de la casa”.

Pero Elvira hace todo lo posible por esconder la piel del sol. El sombrero es de alas anchas, muy anchas, y las mangas le corren hasta la muñeca.

“Es difícil”, repite sin necesidad de convencerme. “Yo también sé lo que es la vanidad, y a veces hace falta. Lástima que no pueda usar crema en el campo, porque entonces sudo más; pero me gusta el maquillaje, la peluquería, vestir bien, salir a la ciudad siempre que pueda. Para eso gano dinero”.

Le aplaudo, porque la independencia también es una conquista que ha ido borrando el rezago de la sumisión al macho. “Puedo tanto como cualquier hombre aquí”, he oído más de una vez, mientras las compruebo al mando de una cooperativa, batiendo un lazo detrás de un toro bravo, al ordeño de una búfala en plena madrugada o en el corte incandescente del cañaveral.

Con tales argumentos, ya el misterio no es saber de dónde saca la fuerza, la energía suficiente para aguantar tanta ruda labor, sino el método de repartirse el tiempo.

¿Cómo es posible que las horas le alcancen, si todo aquel trabajo que la hace diferente, no la priva de esas “obligaciones” con la casa, los hijos, sus padres, la familia?

Prefiero no buscar más, ni preguntar, pues hay misterios que es mejor no revolver, tal vez porque se acercan demasiado a lo íntimo, lo inescrutable, y los secretos, se sabe, son herméticos aliados de las féminas.

De la mujer del campo, es mejor quedarse con algo sin comprender, para justificar lo mágico que viene en la sonrisa cuando te ofrece un vaso a la mitad de café puro y recién colado; cuando a pesar del fardo enorme de ropas con que avanza hacia el río, no deja de cantar; cuando aligera la mano del machete recio y se agacha a zafar, sin estropearla, una flor que luego se colgó en el pelo recogido; cuando a pesar de tanta vanalidad y tanto patrón machista, se resiste a sucumbir, amparada en el amor que prodiga, y crece, y hace crecer, desde el trabajo agotador de la campiña.


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Dilbert Reyes Rodríguez

Se han publicado 2 comentarios


Hortensia Santana Ayon desde FB
 15/10/14 14:11

Muchas felicidades!

Tere
 15/10/14 11:55

Mis felicitaciones a todas las mujeres esforzada que trabajan en el campo, en cuanto a valor y dignidad nada las diferencia de una mujer obrera o dirigente de una ciudad.

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