jueves, 28 de marzo de 2024

Los conservadores, el linaje cultural de la locura

El partido conservador, aunque hoy lo niegue y quiera mezclarse con el liberalismo, tiene en su base la persecución de la Acadia perdida de los monarcas...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 05/08/2020
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Conservadurismo
Nuestro conservador piensa, si es que piensa, en no convocar nunca a las masas sino manejarlas (Fuente: La Razón).

La idea de un Estado ideal de cosas, que preexistió al terrenal, proviene de los tiempos antiguos y se hunde en los márgenes del mito. En la teología cristiana, construida a lo largo del desarrollo de la Iglesia Católica, hubo una apropiación de esos presupuestos del mundo mediterráneo que tuvieron su expresión acabada en lo grecolatino. Para los representantes del pensamiento clásico griego, los miembros de la Academia de Platón y luego del Liceo de Aristóteles, resultaba común la doctrina de las ideas, tan así que esta no aparece articulada como un sistema en la obra escrita de los maestros, sino que se desprende de manera constante a lo largo de los diálogos. Hay quien habla de que, en efecto y siguiendo la doctrina de Sócrates acerca del carácter engañoso de la escritura, había una sabiduría o ley no escrita que era de dominio común y oral entre los estudiosos de la época, fenómeno que trataba de imitar la propia inmaterialidad de las ideas, que según la doctrina de Platón no solo es anterior a la cosa natural, sino que la determina, causalidad que en el pensamiento de Aristóteles se expresaría mediante el primer motor que crea el universo, ese dios inapresable, esa potencia pura.

Para el pensamiento político de entonces, la idea era pues, lo que daba fundamento al Estado que debía ser y de ahí que el propio Platón en su República describa lo que él entiende como una sociedad perfecta, incluso asumiendo él mismo que se trata de una utopía, o sea, de un no lugar. Aquella construcción mítica de la idea, que provenía del culto a Orfeo propio del pitagorismo, dio paso a la primera noción del deber ser, o sea, una eticidad del hombre en lo político que debía existir para el funcionamiento de la polis.

He ahí el origen de una fuente de autoridad que comenzaría a justificar la existencia de unos más cercanos al poder y otros menos aptos, doctrina que halla en la figura del rey filósofo su quintaesencia. Un monarca que por su ascendiente como idea, esto es como alma que transmigra a lo largo de las eras, encarna un conjunto de valores que lo colocan por encima del resto de la sociedad y el Estado, siendo él mismo una encarnación de los valores que determinan la existencia de la justicia.

El primer capítulo de la saga pudiera situarse en la muerte de Sócrates, que Platón trata en su Apología, un episodio donde el mejor ciudadano perece bajo la conspiración de una mayoría democrática equivocada e injusta. Ello supuso, de inmediato, que el gobierno de aquella masa no solo era dañino hacia los mejores, sino hacia todo el conjunto de la sociedad, ya que habría violado el principio del equilibrio, o sea, la idea de la justicia en Platón (cada cual en una clase social) y que luego en Aristóteles sería la regla del justo medio. Aquella condena a Sócrates, que este asume con eticidad ciudadana, respetando la ley aunque fuese injusta, convence a Platón de que el camino hacia la política debe ser el de la idea preexistente, el pasado, y que si Atenas había caído en desgracia era porque se había contaminado producto de su contacto con los pueblos bárbaros y la aparición de innúmeras riquezas, que dieron paso a una ambición en sus ciudadanos, ya poco interesados en aprender una Paideia o enseñanza de lo justo.

Para Platón habrá entonces una sola forma de gobierno que garantiza la justicia, la monarquía, ya que certifica un vínculo con esa idea que transmigra de forma estable de un mundo a otro, siendo cada vez más perfecta en sus encarnaciones que funcionarían como ejercicios de aprendizajes del poder. Noción que, en el Estado romano, daría paso a la figura del emperador, hijo de los dioses, él mismo un dios, que ha existido desde el principio de los tiempos y conoce la ley por encima de la ley misma, siendo una encarnación del Estado.

Se asientan así los principios de lo que luego Karl Popper llamará el totalitarismo de Platón, esto es la imposición de una utopía según la cual lo válido en lo inamovible y la libertad queda sujeta a las almas y el otro mundo, en el que existe el ser real, del cual somos un reflejo. También, está listo el programa que luego asumiría el cristianismo y que no proviene de la tradición judía, acerca del hombre como una sombra terrenal, cuya vida estaría en el otro universo, mediando una búsqueda de la felicidad más allá de la muerte y por ende un conformismo con el estado de cosas vigente.

Platón está mucho más presente en la construcción de las sociedades actuales de lo que pareciera, así como su noción de la monarquía como forma perfecta, ya que aun en muchas repúblicas se ve como un ideal el rey filósofo y a la clase política, como la única depositaria por generaciones de una idea de lo correcto (conjunto de hombres descendientes de otros, que por transmigración habrían ejercido el oficio político).

Para el clásico estudioso del mito Bronislaw Malinowski, existe siempre un ritual que garantiza a la vez que expresa el contenido práctico de cada narrativa mítica. Y en la coronación del monarca están presentes determinados momentos donde queda plasmado el poder conservador que lo inviste. El cetro determina la fuerza, su control sobre la casta de los guerreros, el globo terráqueo la universalidad y terrenalidad de su Estado y la corona (en la cabeza) el pensamiento o la idea superior que lo consagra, siempre impuesto en la coronación por el Papa o la máxima figura religiosa cristiana (en el caso de Inglaterra se sabe que es el obispo de Canterbury). Para tener una idea de cómo el hombre práctico conoce las funciones de este ritual, baste analizar que durante la investidura de Napoleón como emperador, este le quitó al Papa la corona de las manos y se la impuso él mismo, a la vez que lo hacía sobre la emperatriz, propio de un nuevo momento en la historia en que la nueva clase burguesa solo se reconocía a sí misma como fuente depositaria de la cual mana la legitimidad del poder. “Dios me lo ha dado, ay de quien me toque”, dijo Bonaparte, y con esto la burguesía asume el ropaje conservador, predestinador, según el cual era ella ahora la que se acercaba a la idea absoluta.

LA MONARQUÍA COMO APRENDIZAJE DE LA IDEA PLATÓNICA

Una vez más el rey es el rey filósofo, aunque no produzca teoría, ya que en su ejemplo estaría encarnando todo lo que el ciudadano necesita conocer dentro de su clase, de manera que el monarca no solo es una encarnación de lo público y el Estado, sino de lo privado, de la eticidad individual. Hay una justicia que se evidencia supuestamente en el rey que el resto de la sociedad aprende, una idea que preexiste, de la cual somos deudores y gracias a la cual existimos y hacia la cual caminamos. Para Platón, el hecho de que ya lo sepamos todo, hace que el ejercicio de aprender sea una anamnesis, de manera que todo ya existió así y así será, y estamos en el mejor de los mundos posibles.

Vivir en monarquía es hacerlo en el pasado glorioso, en el cual los hombres comenzaron a decantarse en clases y se inició la transmigración de las almas, un mítico terreno del que no se conocen pruebas pero que garantiza la funcionalidad del presente mediante su poder simbólico, que tiene una manifestación ritual durante cada sucesión. De ahí que las dos monarquías más fuertes, Inglaterra y Japón, hagan constante alusión a la figura del gobernante como garantía de la grandeza del Estado y su prestigio mundial. En ambos casos, Dios salva al rey, y salva al resto, pues se asienta así el ejemplo a aprender, el modelo que se acerca a la idea. Los japoneses han hecho una simbiosis con Occidente, de manera que se han vaciado de su contenido milenario, asumiendo que el rey encarna la idea, la filosofía, de la cual se aprende lo mejor para la vida, este proceso ocurre sobre todo luego de la derrota en 1945 a manos de los Aliados.

Y es que filosofía en este caso se da en el sentido de la educación o Paideia de Platón, o sea, la eticidad que garantiza la justicia. No se trata de que el monarca produzca un corpus, sino de que él mismo es el corpus, lo inamovible que en su estaticidad evidencia que lo social y lo privado marchan por la senda de la idea de lo perfecto. Toda monarquía es el intento de la utopía, del Estado ideal, de un paraíso perdido al cual buscamos por la vía de la recta razón encarnada en el rey. El país fundante de la monarquía parlamentaria, Inglaterra, rescata, en su Constitución no escrita, la noción platónica de que la idea, lo real, es inapresable, ya que lo físico muta, se pudre, muere y cambia, mientras que lo perfecto es siempre inmutable, uniforme y por ende imposible de representar. Solo las instituciones y la interpretación de la idea pueden acercar al hombre al ser y en esa construcción británica de lo político, el monarca, con su eticidad, demuestra, enseña una Paideia que garantiza la justicia en general, esto es, el Estado.

Para la burguesía pactista inglesa del siglo XVII era suficiente contar con un rey protestante, que se acercara a su idea de la eticidad y que enseñara con su modelo esa justa razón o filosofía que se vaciaba del poder papista, el cual no se avenía con una visión de la riqueza en la tierra como bendición de Dios. Por ello los ingleses conservaron hasta hoy la institución, pero vaciada de su contenido feudal e inyectada de una ética protestante que se sitúa entre los pilares del ideario de la burguesía acumuladora de capital. En el caso de Francia, existía la necesidad de remover el duro sistema de castas que provenía de Carlomagno y por ello se creó una nueva noción liberal y secular del derecho, que a partir de su consagración con Napoleón, haría uso en su versión monárquica de la idea platónica del Estado ideal, bendecido por Dios.

Como se ve, la idea de la transmigración subyace a la noción del linaje real y es la base del derecho divino de los monarcas. A la vez, esa cercanía con Dios, la idea, hace del rey un filósofo, del cual se aprenden los arquetipos de una Paideia, que garantiza la justicia y por ende la funcionalidad del Estado. Platón, como descendiente de aristócratas y alumno aventajado del ideario de su época, supo captar y sintetizar en una doctrina el arquetipo mítico que aún funciona detrás de las instituciones monárquicas. En su obra late la necesidad de que las mayorías no irrumpan en el salón de gobierno, convenciéndolas de que su sitio está más abajo y que ello garantiza la existencia de todos.

Este ideal será la base del pensamiento conservador y marcará un partidismo, aun en las propias repúblicas de carácter secular, como los Estados Unidos, uno de cuyos fundantes, Hamilton, teorizará acerca de la necesidad de que sean los supuestos mejores, los exitosos, los propietarios, los del linaje, quienes hagan las leyes, así como de la necesidad de que estas se petrifiquen y no muten, siendo la Constitución de 1776 la misma de hoy. En la ética protestante, los mejores pasarán a ser los exitosos en el plano económico, una especie de elegidos que dominan la idea mejor que el resto y que marcan el ritmo del aprendizaje de una eticidad social. Así, el pensamiento neoliberal ultraconservador tiende a la preservación de la clase empresarial y financiera, como supuestos garantes de un ejemplo a seguir, como motores de la prosperidad y depositarios de una razón suprema, de un saber o filosofía, lo cual recuerda al rey filósofo. En el neoliberalismo, lo conservador tenderá a la preservación de una casta, de la cual depende todo lo existente, y a la cual hay que imitar.

En la cúspide de la construcción del poder sigue estando, aún en tiempos actuales, el mito como justificación y articulación, en función de que toda autoridad es la autoridad de unos sobre otros, y en las sociedades clasistas ello significa proteger y mistificar la propiedad de cualquier expropiación más allá del orden tradicional. En las monarquías la noción de una idea absoluta y perfecta, autoconsciente, se realiza mediante unas instituciones terrenas que intentan parecerse a la voluntad de Dios, el ser. Aun cuando se reconoce la soberanía del pueblo (las castas que Platón coloca más abajo), al tomarse el monarca como ejemplo de la justa razón y el orden, se genera una idea por encima del Estado y que encarna la justicia que este debe seguir, se trata del rey filósofo, que no produce una teoría al ser él la teoría misma. Este deber ser es inamovible, sobrepasa a los gabinetes y parlamentos en el tiempo, y funciona como una especie de garante ritual del orden conservador, sirviendo de valladar a las revoluciones sociales.

Lo que antes estaba investido de autoridad divina, ahora sigue siéndolo mediante la presencia del arquetipo a nivel de imaginario colectivo, una noción que explica por qué incluso en países que vivieron la experiencia republicana, sigue habiendo una propensión a la monarquía incluso en las clases trabajadoras. El derecho divino se secularizó en la nación y su representante, el rey, pero el uso del prestigio, el ritual y el ceremonial del abolengo alude constantemente a la supuesta superioridad del monarca por encima del resto del Estado y justifica su autoridad, aparece otra vez la cercanía de ese hombre con el ser o la idea, que lo hace más apto y digno de imitar.

Así, la monarquía, al igual que los demás sistemas políticos, tiene una utopía hacia la cual se dirige, pero al contrario del socialismo y sus variantes, e incluso del liberalismo, dicha meta se sitúa en el pasado, uno mitológico y perdido, un paraíso imposible de recuperar, del cual solo tenemos noticias por el testimonio de una sangre real y unos rituales que nos conectan con aquel tiempo y hacen funcionar el presente. La referencia constante al rey Arturo en la simbología británica coloca a la institución en un plano irrefutable, de pureza y búsqueda de Dios, a la vez que esconde la verdadera historia del origen de dicho poder, el cual surgió en un momento de fuerza y violencia no siempre protectoras ni bondadosas, donde la sociedad vio en el jefe militar, el rey, su garante frente a la dispersión causada por el derrumbe de una forma histórica y social.

GENEALOGÍA DE LA LOCURA CONSERVADORA

Herbert Spencer, en su obra El individuo contra el Estado fue de los primeros pensadores liberales clásicos en desmitificar la existencia del conservadurismo, siendo claro en que este último surge como un partido en los orígenes de la Modernidad, para defender el derecho divino de los reyes frente a la ola liberal, y como una expresión del poderío militar de los terratenientes del campo, frente al desarrollo industrial y cosmopolita de las ciudades. El partido conservador, aunque hoy lo niegue y quiera mezclarse con el liberalismo, tiene en su base la persecución de la Acadia perdida de los monarcas, y ha hecho de la salvaguardia de la clase media y alta un nuevo bastión del linaje para oprimir hacia abajo a los trabajadores, los que crean la riqueza, pero no participan en su distribución.

En esta línea de gobierno, el conservador va a sufrir siempre de lo que Erasmo de Róterdam llamó “la locura de los reyes”, una cualidad que el pensador les atribuye a los jefes de Estado cuya legitimidad está lejos del pueblo y cerca del mito. En su obra Elogio de la Locura, Erasmo nos demuestra la propensión del rey y su derecho a la debacle social y el desvarío, poniendo claros ejemplos en el emperador Calígula, el rey Nabucodonosor, y una larga data de testas coronadas. El conservador está loco de poder y esa enfermedad antecede al derecho natural propugnado por los liberales en la alborada de la Modernidad, dicha locura por demás podemos verla, y sufrirla, en los conservadores de hoy que, llamándose a sí mismo “liberales”, no dudan en violar las leyes, la constitución y las fuentes legítimas del poder, cuando se sienten perdidos.

Nuestro conservador hoy se mueve entre las filas de la oposición venezolana, que solo reconoce aquellas elecciones en que ha ganado —locura del poder—, en un presidente como Trump que dice querer un gobierno personal y sin la cámara legislativa, en un Boris Johnson que asegura retornar a Inglaterra a la “grandeza” victoriana, en una Ángela Merkel que se comporta como el IV Reich alemán y dicta recetas draconianas a los países del sur, en un Bolsonaro que nos habla de su “misión cristiana” ante el gobierno brasileño, e incluso en la flamante mandataria golpista de Bolivia cuyo gabinete vendría encarnando una especie de “linaje puro” y “predestinado” al poder.

Nuestro conservador piensa, si es que piensa, en no convocar nunca a las masas sino manejarlas, en no pedirles su opinión sino en controlar las redes sociales y los medios de prensa para la hegemonía, en no gobernar, sino en tiranizarnos bajo la vieja premisa de la idea que trasmigra.

El partido conservador, con su Acadia de reyes coronados o no, está loco de poder y aunque lo sabe nunca irá al siquiatra.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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