jueves, 18 de abril de 2024

Elena Poniatowska: la cronista que hicimos nuestra

La escritora Elena Poniatowska ganó el premio Cervantes de literatura. A propósito quiero hablarles, sin el ánimo de los apasionamientos estériles, de la Elena que yo conocí...

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández en Exclusivo 20/11/2013
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Elena Poniatowska
La escritora Elena Poniatowska se convirtió en la primera mexicana en recibir el Premio Cervantes.

El Premio Cervantes de las letras españolas en este 2013 ya tiene nombre. Y como muchos esperaban, al juzgar por la tradición de alternar el galardón entre literatos de la Hispania peninsular y el nuevo continente, el lauro ha vuelto otra vez a vindicar la buena escritura y el sello creativo de los autores de este lado del Atlántico.

Lo ha merecido la mexicana Elena Poniatowska, una mujer que, aunque nacida en París en 1932, ha irrigado con la sangre del cronista el sentido polifacético de lo latinoamericano, en una prosa que ronda para bien la controversial disquisición entre la literatura y el periodismo, dos áreas desde cuyas interconexiones —según parece coincidir la crítica especializada— la autora ha sabido erigir vértices temáticos como el carácter autóctono de lo mexicano, la representación de las minorías excluidas en un país con no pocas diferencias y la mujer con sus historias, sus inquietudes, sus acechos.

Pero no quisiera a esta hora, cuando ese extraño apellido retumba como eco en los más disímiles círculos de la grey literaria y entre académicos, lingüistas y periodistas, quedarme con la reseña laudatoria a la que han acudido cientos de páginas y sitios en la red e redes sobre su prolífico quehacer.

Quiero hablarles, sin el ánimo de los apasionamientos estériles, de la Elena que yo conocí, o mejor, de la Elena de la que tuve las primeras referencias en mis años universitarios. Creo que así pudiera entenderse sin grandes abstracciones la metáfora, porque eso de “conocerla” tiende a confundir un poco.

Recuerdo que la Poniatowska fue siempre paradigmática para una de mis profesoras de Periodismo, allá  en la Universidad Central de Las Villas. Era su ejemplo recurrente, el caso clásico para poner sobre la mesa el referente de una escritura amena, fluida y desprejuiciada. La Poniatowska estaba entre las grandes figuras femeninas del gremio, nos decía con cierto orgullo categórico la profe. Y por delante de la autora mexicana solo ubicaba a la polifacética entrevistadora Orianna Fallaci.

“Muchachos, ella no nació en México, pero el periodismo la hizo mexicana”. Esa sentencia la escuché más de una vez, cuando quería resaltarse que el ejercicio de la profesión conduce, inobjetablemente, por los cauces de la sociedad en que se vive y al mismo tiempo exige una socialización intelectual de la que Elena sacó sus mejores dividendos gracias a ese vínculo sostenido con personalidades de la cultura, a cuyo influjo debe mucho también su espíritu de cronista.

A fuerza de no pocas exhortaciones, logré aproximarme a esta autora. Y en el primer libro suyo, Todo empezó en domingo, del que leí una buena parte, comencé a darme cuenta de que había un estado de vigilancia incorporado que la hacía contar historias desde una subjetividad que obligaba a sorprenderse con todo, porque la mirada de la cronista parecía no agotar su capacidad de asombro, como los filósofos.

Cuando lees esta obra primerísima de una escritora que supera con creces la treintena de textos publicados, lo mismo llama la atención un pueblito apartado que un oficio pintoresco. Lo mismo se reseñaba la alegría que se prescribía el dolor; era la vida alertándonos desde lo común, que es la esencia de la crónica. Era como encontrar lo nuevo en lo ya conocido. Y esa, considero, fue una de las mayores  lecciones que la escritora periodista podía dejarnos a aquel grupo de bisoños reporteros: aprender a auscultarlo todo y a buscar la esencia de las cosas más allá de lo aparente.

La Poniatowska fue tema de tertulias improvisadas, motivo de charlas a golpe de tes y otros inventos domésticos en el cuarto de una beca universitaria —especie de terminal interprovincial a pleno día— a la que acudían hembras y varones para hablar por igual de todo: lo mismo de pelota que de literatura, de artes marciales que de astronomía. La Poniatowska, más allá de la encomienda y la referencia, fue convirtiéndose poco a poco en una recurrencia, en un enigma cuyo descifre no son más que los mil senderos de una literatura eminentemente periodística, intensamente periodística. Y todavía hay quien bromea con aquello de “qué apellido más raro”. 

Por eso ahora, cuando un premio la reconoce entre lo más alto de la escritura hispana, no puedo sustraerme de algunas remembranzas y mucho menos dejar escapar aquellos vínculos de aprendiz entusiasmado con esta octogenaria creadora, artesana de la palabra mejor desde su propia realidad. Ojalá hubiera sido más sistemático en mi avidez por ella, ojalá hubiera podido leerla más, aunque me place saberla grande, haberla conocido desde las marcas que dejan algunas de sus historias y su manera con que ovilla a sus personajes.

De verás que me alegró el lauro, como mismo me hubiera gustado verlo también en manos de una cubana noviada hasta eternidad con la poesía, Fina García Marruz, candidata al premio. Creo que de alguna manera tan alta nominación es ya una recompensa. Desde luego, me hubiera encantado que el Cervantes fue de nuestra Isla, pero igual me place que esté de vuelta por este lado del Atlántico, donde tantos grandes escriben, donde las letras, por sí solas, parecen exigirle justicia a la creatividad. ¡Que así sea, que siga siendo así!.


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Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Joven periodista que disfruta el estudio del español como su lengua materna y se interesa por el mundo del periodismo digital y las nuevas tecnologías...


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