viernes, 19 de abril de 2024

Amelia Peláez que habitas los patios con vitrales

La huella de la artista se devela en cada trazo de luz, en una ciudad que acoge más de una historia sobre la belleza y contra el olvido...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 21/10/2020
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Ceramistas cubanos
Amelia Peláez pintó muchísimos vitrales, son quizás los recordatorios de los patios remedianos, de esos paisajes caseros que en las tardes nos sirven para tomar fresco. (Alejandro Fabregas Pombo / Cubahora)

En uno de los callejones aledaños a la plaza José Martí en Remedios, casi como escondiéndose de la vista, se halla la casita de Amelia Peláez. Los recuerdos se van hacia mi infancia, en los tiempos del periodo especial, cuando mi padre y yo visitábamos a un señor nombrado por todos Caimán, que allí vivía. El oficio del inquilino era arreglar fogones de carbón, que en aquella época resultaban tan necesarios, debido a la constante escasez de electricidad.

La vivienda destartalada y de dos pisos, con un balcón de madera y techo a dos aguas, sobresalía por encima de las demás. Casi podríamos calificarla de una rara avis entre sus pares, más modernas, mejor conservadas. El interior, bastante sucio, estaba vacío, sin luces, y solo un pasillo con escalera conducía a la segunda planta. Nada quedaba ya de Amelia, incluso, nadie mencionó jamás, en las tantas visitas al sitio, a la pintora cubana.

Según las crónicas escritas por la historiadora de la ciudad, Natalia Raola, allí pernoctó la famosa artista durante sus periplos por Remedios, donde contaba con familiares y raíces. Ese fragmento de la existencia de Amelia Peláez es poco dicho, no se conoce en los catálogos que analizan la obra de una de las cumbres de la plástica de la vanguardia cubana. Un trabajo de plaza del año 1998 del barrio de El Carmen, llamado Vitrales para Lorca, recogía la probable tesis de que Amelia se inspirara en las tantas casonas remedianas, para la hechura de una obra pletórica de luces, de escenas con colores, donde los ventanales con cristal son protagonistas. Cierto o no, el asunto es que suelo ver a la ciudad a través de la artista y entonces la imagen de la casita vuelve a mí.

Siempre que paso por el callejón, me cercioro de que el edificio sigue en pie. Muchas veces, durante los embates ciclónicos, se le ha pronosticado el deceso. Desde hace unos años, ya carece de la segunda planta y los habitantes añadieron un techo con planchas de concreto, afeando totalmente la construcción original. No obstante, aún nos quedan la magia y el olor a viejo, la pared dura y ancha, de piedras rojas y calizas, con tierra y sangre de buey, como se hacían las casas en la colonia. Voy por ahí, con el instinto de que me gusta saber que la marca del tiempo persiste y que hay, al menos, algún tipo de inmortalidad entre nosotros, que se rebela a la erosión y el olvido.

Amelia Peláez pintó muchísimos vitrales, son quizás los recordatorios de los patios remedianos, de esos paisajes caseros que en las tardes nos sirven para tomar fresco, conversando de tantos temas intrascendentes. He estado en esas viviendas enormes, de tantos recovecos, recordando a la artista y su casita. Imagino su impresión y el deseo de llevar tanta dicha a la paleta y el pincel. Cualquiera se enamora de estos parajes, mucho más a inicios del siglo pasado, cuando la virginidad de Remedios no solo era un hecho, sino que traslucía en la vida cotidiana, en el trasiego de sus habitantes junto a la belleza, sin reparar, sin intervenir con la mano destructora, sino enamorados de una ola de gratitud, alegría y reverencia ante la ciudad. Uno comprende a Amelia, conversa con ella, la invita a pasar al recibidor, le señala la luz de colores del vitral inmenso y ve en el rostro de la artista la premonición de la obra.

El dueño de la casita en el callejón, Caimán, ya no vive, ni sé cuándo se produjeron el traspaso generacional, el cambio de propietarios, las intervenciones constructivas. Una fotografía de autor desconocido circuló por las redes sociales hace dos años, reflejaba el lamentable estado del inmueble, sin que hubiese mayor esperanza. Las veces que vuelvo a la ciudad hallo la manera, siempre, de pasar por allí, busco la justificación que sea, pues ya no se arreglan fogones. La calle pequeña, de dos cuadras, ha perdido su cierto abolengo, con la caída de la segunda planta del inmueble. Uno siente la ausencia de los seres espirituales que habitan cada lugar, o la desolación de las voces en el espacio vacío, que llenan los colores desvaídos y los trozos de pared.

Los trabajos de plaza en las parrandas son inmensos trofeos, hechos con luces de colores, que imitan el efecto de los vitrales. El movimiento de la electricidad permite que la ilusión óptica nos plantee diferentes planos, deconstruyendo lo conocido para llegar a una especie de existencia más artística. Amelia no quería quedarse en el paisaje, sino que, si miramos sus obras, ahí está el mismo efecto, la variación de la vida en millones de figuras y personajes, el goce de vivir en la luz y a la sombra de los patios coloniales, de visitar Remedios en los tiempos de parrandas, a la expectativa del ensueño.

Muchos años han pasado desde el descubrimiento de la casita de Caimán. Son los gestos brutales que nos dan sentido adulto, que recuerdan que la vejez existe. Alguien, vecino del lugar, me reconoce en las tantas vueltas y señala la incipiente y prolífica cana en mi cabello. La puerta, con su madera intacta, los ventanales, con los hierros de los clavos en el mismo sitio de siempre, sirvieron de marco propiciatorio ante mi toma de conciencia del tiempo. Es un privilegio sentir que se es mortal, ante lo inmortal. El vecino no entendería la dicha, dejo pasar su comentario y sonrío.

A lo lejos, vuelvo mi rostro y ya no veo la segunda planta de la vivienda de Amelia Peláez, pero la imagino, dibujo con la mente la caída rojiza de las tejas, el sol transparentando las cortinas, el olor a antiguo.

Sigo caminando con tranquilidad.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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